Muchos piensan que el vínculo empieza cuando el niño te responde: te abraza, te mira, te imita; te hace caso. Pero en realidad, empieza antes. Mucho antes. Empieza en la forma en que lo mirás. Y no toda mirada empieza un vínculo. No me refiero a la mirada que escanea síntomas, ni a la que espera progresos, ni a la que busca respuestas. Me refiero a esa mirada que no exige, que no compara, que no proyecta. La que simplemente ve.
Porque ese niño ya está. Aunque no hable. Aunque repita. Aunque no te mire o no pare de moverse. Está. Presente. Completo. Entero en su ser. Ya está… en su mundo, en su manera, en su tiempo. No necesita aparecer: necesita ser visto. Pero vos… ¿podés estar? ¿Podés sostener una presencia que no venga desde el juicio? ¿Podés ser uno que no observa desde afuera, sino que se permite encontrarse con ese otro, sin miedo, sin urgencia, sin necesidad de moldearlo? No se trata de no intervenir, sino de no invadir.
Y si ese niño pudiera hablar desde lo más profundo de su ser, tal vez no diría lo que esperás. Cuando un niño entra al aula, no está diciendo: “Ayudame a ser normal.” Está diciendo: “¿Podés verme sin querer cambiarme?” “¿Podés quedarte a mi lado sin intentar arreglarme?” “¿Sos capaz de no tener miedo de lo distinto?” Eso es vínculo. Eso es presencia. Eso es amar sin moldear.
Ver al niño como completo no implica negar lo que necesita aprender. Implica dejar de mirarlo desde lo que “le falta”. Porque cuando lo mirás desde la carencia, toda tu intervención está intentando llenar un vacío. En cambio, cuando lo mirás como completo, toda tu intervención parte desde la confianza. Y eso se siente. Se transmite sin palabras. Como cuando alguien se queda a tu lado sin decir nada, pero sabés que está ahí por vos, no por lo que hacés. Porque no hay técnica que funcione donde no hay presencia. Donde no hay presencia, no hay vínculo. Y sin vínculo, no hay nada.
A veces el primer paso no es hablar, ni intervenir, ni enseñar. Es sentarse cerca. Es respirar con calma. Es mirar sin apuro, sin intención. Es quedarse ahí, aunque el niño no parezca registrar nada. Porque sí lo registra. El cuerpo siente cuando alguien se acerca sin miedo, sin corrección, sin juicio. A veces acompañar es eso: sostener el tiempo hasta que el vínculo se encienda. No para que haga lo que esperamos. Sino para que, en algún momento, sepa que no está solo. Y que ese es un lugar donde puede ser.