Edad Media 2.0: ciencia, control y el regreso del dogma.

Vivimos una época donde la tecnología nos envuelve, los datos nos rodean, la ciencia domina el discurso y la democracia decora el poder. Pero si uno mira con atención, no con los ojos entrenados por la costumbre, sino con la mirada que duda, algo inquietante se revela: hemos regresado a una Edad Media. No a una de castillos y antorchas, sino a una nueva versión, más sofisticada, más invisible, y por eso mismo más peligrosa. Esta nueva Edad Media está disfrazada de modernidad.

Y como en toda Edad Media, hay una estructura clara de poder: señores feudales, instituciones que canalizan la fe, rituales simbólicos para tranquilizar al pueblo, castigos para el que duda y herejías para el que piensa diferente. Solo que hoy, los templos son digitales, los sacerdotes usan bata blanca, los herejes son "conspiranoicos" y los castigos no son hogueras, sino cancelaciones, censura algorítmica y ostracismo social.

La ciencia moderna, nacida del impulso de cuestionar la autoridad y liberar al pensamiento de los dogmas religiosos, ha terminado por adoptar muchas de las formas de aquello que vino a reemplazar. Se ha transformado, en muchas de sus manifestaciones actuales, en una religión secular.

Ya no se trata de buscar, de explorar, de abrir interrogantes. En su lugar, se afirma, se categoriza, se impone. Se cree. Y quien no cree, quien duda, quien exige pruebas que no estén mediadas por filtros institucionales, es visto como una amenaza.

Hoy, el "consenso científico" ha ocupado el lugar del concilio dogmático. La "evidencia" seleccionada es el nuevo versículo sagrado. El cientificismo ha suplantado a la filosofía, y el pensamiento crítico ha sido reemplazado por el acatamiento de narrativas oficiales. Ya no importa tanto si algo es cierto, sino si fue publicado en una revista con "reputación" o si coincide con la línea editorial de los poderes que financian la investigación.

Esto no implica rechazar la ciencia como herramienta, sino denunciar su uso como dogma. No se trata de afirmar que todo es falso, sino de recordar que toda afirmación requiere humildad. Y que la ciencia auténtica no teme a la duda, sino que se alimenta de ella.


El fetiche de los datos y la tiranía del modelo

Vivimos en una dictadura del dato, del número, de la métrica. Pero no todo lo importante se puede medir, y no todo lo que se mide importa. Esta obsesión por lo cuantificable ha vaciado de sentido muchas de las preguntas fundamentales. Ya no se debate el sentido de las cosas, sino su funcionalidad. Ya no se discute la verdad, sino la utilidad.

Cuando el modelo se convierte en sagrado, cualquier dato que lo contradiga es descartado, explicado, ignorado. En lugar de adaptar el modelo a la realidad, se adapta la realidad al modelo. Es el sesgo de confirmación institucionalizado, financiado, aplaudido.

Y lo más inquietante: hemos olvidado que incluso las cosas más “básicas” son construcciones. ¿Qué es una unidad? ¿Qué significa “uno”? ¿Acaso 1 + 1 es 2? ¿O es simplemente una convención simbólica útil para ciertas aplicaciones, pero insuficiente para explicar la complejidad del ser? 

Cuestionar la unidad no es absurdo: es filosófico. Porque incluso las matemáticas, cuando se absolutizan, pueden volverse dogma. El símbolo “1” es una abstracción, no una realidad. La suma es un lenguaje, no un hecho ontológico. Y sin embargo, hemos confundido el mapa con el territorio.

La propia raíz cuadrada de -1, que no puede existir en el plano real, es aceptada y utilizada en cálculos complejos. ¿Cómo es posible que algo que no existe según nuestras reglas funcione en la práctica?

 ¿Qué nos dice eso sobre la realidad? ¿Y qué nos dice sobre los límites del pensamiento lógico que nos gobierna?

Es una paradoja que revela algo profundo: que lo útil no siempre es comprensible, y que lo verdadero puede habitar lo imposible.

Y entonces surge otra pregunta aún más profunda: ¿algo sigue siendo verdad si no se expresa siempre? ¿Una verdad intermitente deja de ser verdad? ¿Lo que no se puede decir deja de existir?

Confundimos lo visible con lo real, lo decible con lo verdadero, lo constante con lo esencial. Pero quizás la verdad no sea un bloque fijo, sino una vibración que aparece y desaparece. Y ahí, en ese silencio, puede estar lo más verdadero de todo.

Gravedad. Velocidad de la luz. Tiempo. Unidades de medida. Todas ellas son presentadas como verdades incuestionables, cuando en realidad son construcciones humanas, modelos útiles, pero no verdades últimas. Que algo funcione no significa que sea absoluto. 

¿Qué significa decir que la luz viaja a 299.792.458 metros por segundo, si tanto el metro como el segundo están definidos a partir de esa misma velocidad? Es una tautología. Una definición circular.

El error no está en usar modelos, sino en olvidar que lo son. Convertimos lo relativo en dogma, lo útil en sagrado, lo probable en absoluto. Y desde allí se prohíbe la duda, se ridiculiza al que pregunta y se cancela al que se atreve a pensar distinto.

La nueva Edad Media

Esta Edad Media no se manifiesta con espadas ni pestes, sino con censura digital, dependencia tecnológica, infantilización colectiva y adoración de una elite intelectual. No hay Inquisición, pero sí "fact-checkers". No hay clero, pero sí grupos de “expertos” incuestionables. No hay dogmas eclesiásticos, pero sí consensos científicos inapelables.

Y mientras eso ocurre, una minoría controla las herramientas, los canales, los algoritmos y las reglas. Son los nuevos señores feudales: conglomerados tecnológicos, fondos financieros, organizaciones internacionales opacas. No tienen castillos, pero sí servidores. No empuñan espadas, pero deciden qué ves, qué sabes y qué está permitido pensar.


Democracia ritual y mercado cautivo

La democracia, en este contexto, se ha convertido en un ritual. Votar, opinar, indignarse: todo eso forma parte del juego simbólico de una libertad que no llega a ser real. Porque el verdadero poder no está en el Estado ni en los partidos, sino en estructuras supranacionales que nadie eligió. Lo mismo ocurre con el mercado: la promesa de libre competencia es una farsa cuando el tablero está armado por unas pocas manos invisibles.

Derechas e izquierdas, estatalismo y liberalismo, progresismo y conservadurismo: todos estos binomios son representaciones que alimentan la polarización, pero no tocan el centro del problema. Ese centro es el control simbólico. Y es desde ahí que se moldea la opinión, la percepción y el comportamiento colectivo.

La cosmología como ejemplo del problema epistemológico

Aún sin centrar el debate en ello, vale como ejemplo el modo en que se trata la cosmología. La forma de la Tierra, su movimiento, su ubicación en el cosmos son temas que hoy están sellados por el dogma. Quien los cuestiona es ridiculizado, no por lo que propone, sino por el hecho de preguntar.

Esto no implica negar el conocimiento astronómico, sino denunciar el cierre del debate. La ciencia no debería funcionar como una teología con verdades reveladas. Debería ser un espacio abierto donde incluso las ideas más improbables puedan ser sometidas a análisis riguroso sin ser eliminadas de antemano por prejuicio.

Filosofía como trinchera

Frente a este paisaje, la filosofía no propone verdades, sino preguntas. No ofrece recetas, sino herramientas para pensar. Y pensar es hoy un acto de resistencia.

Preguntar por el significado de una unidad, por la posibilidad de una verdad, por la base epistemológica de lo que creemos saber, es un modo de abrir grietas en el muro del discurso oficial. Es un modo de recordar que todo conocimiento es histórico, que toda certeza es transitoria, y que toda verdad proclamada como absoluta debe ser puesta en duda.


La verdadera revolución

En un mundo donde todo está vigilado, monitorizado y direccionado, el único espacio de libertad es el interior. No se trata de huir del mundo, sino de recuperar el centro. Dejar de mirar afuera para encontrar validación, y empezar a habitar el pensamiento propio.

La verdadera revolución no es ideológica. Es existencial. No está en cambiar a los líderes, sino en dejar de necesitarlos. No está en reemplazar un sistema por otro, sino en salir del juego de sistemas.

Militar por uno mismo es hoy el acto más político. Desarrollar conciencia es la acción más subversiva. Y pensar, realmente pensar, es el camino para salir de esta nueva Edad Media disfrazada de modernidad.

Estamos viviendo una Edad Media 2.0. Con libros accesibles, pero no leídos. Con conocimiento disponible, pero no cuestionado. Con libertad de expresión, pero sin espacio para el disenso real.

Y sin embargo, hay quienes eligen ver. Quienes dudan, preguntan, investigan. Quienes están dispuestos a caminar solos si es necesario. Porque saben que toda verdadera libertad comienza por una ruptura: la del pensamiento domesticado.

La próxima revolución no será viral. No estará en redes. Será silenciosa, interior, irreversible.

 Y ya comenzó.


FABIÁN GUSSONI