EL AMOR EN TIEMPOS DE CULPA

Te hablaron del amor como si fuera un premio. Algo que debías merecer, ganar, buscar afuera. Te dijeron que lo ibas a encontrar si hacías las cosas bien, si obedecías, si dabas todo, si no molestabas. Te lo vendieron en cada rincón: en las iglesias, en la escuela, en la familia, en el sistema médico, en la ley. Lo usaron para que te quedaras quieto, para que no preguntaras, para que no eligieras. 

La forma en que amamos no es casual: es la consecuencia de siglos de domesticación. Aprendimos a ceder para ser aceptados, a callar para no incomodar, a moldearnos para no quedar solos. Y ese amor, lejos de hacernos libres, se convirtió en otra forma de prisión. 

Nos enseñaron que amar era sacrificarse, que el otro era más importante que uno, que implicaba dejar de lado el deseo propio. Que era normal perderse, rendirse, olvidarse. Que amar duele, pero que eso es lo que lo hace real. Y así, cada vez que amamos, repetimos el guion que heredamos: damos sin límites, pedimos sin claridad, recibimos desde la culpa o la carencia. Y cuando el amor nos lastima, lo aceptamos. Porque así nos dijeron que funciona.

Pero todo eso no fue un error: fue diseñado. La religión lo hizo dogma. Convirtió el amor en obediencia, y la obediencia en virtud. Te habló de un dios que ama pero castiga, que pide entrega pero no permite preguntas. Volvió el amor una renuncia sagrada. La política lo usó como herramienta de cohesión: amar a la patria, al pueblo, al líder. Lo disfrazó de deber colectivo, lo volvió bandera para callar disidencias. La educación lo transformó en recompensa: por conducta, por mérito, por rendimiento. Te enseñó que el amor se gana si te portás bien, si encajás. La salud lo clasificó: si amás mucho, es codependencia; si amás poco, es desapego. Lo patologizó, lo volvió diagnóstico. Y la cultura lo empaquetó en películas, canciones y frases donde amar es necesitar, controlar, sufrir. Donde si no duele, no es amor. Nos acostumbraron a creer que si elegís tu camino, sos egoísta; que si no te sacrificás, no valés; que si no seguís el molde, estás fallando.

Nos enseñaron a amar desde la deuda. Pero amar no es deber, ni castigo, ni renuncia. Es otra cosa. Y lo sabemos. Porque hay algo que no pudieron eliminar del todo: la sospecha interna de que el amor verdadero no debería encadenar. Y esa sospecha, aunque tenue, es el principio de la libertad.


El amor secuestrado

Te enseñaron a amar, pero no te preguntaron si querías hacerlo así. Desde que abriste los ojos, el amor venía con instrucciones. Amar era obedecer. Ceder. Desaparecer un poco cada vez. Incluso si algo por dentro se quebraba. La religión fue la primera en apropiarse del concepto. Te habló de un dios que es amor, pero te amenazó con el infierno si no lo adorabas como él exigía. Te dijo que amar a Dios era renunciar a ti mismo, que el sufrimiento tenía sentido si lo hacías por amor, que el dolor era redentor, que entregar tu vida sin cuestionar era virtud. Y tú, sin saberlo, comenzaste a asociar amor con culpa. Con deuda. Con miedo.

Luego vino la cultura. Esa voz invisible que te mira desde todos lados. Que te mostró películas donde el amor duele, donde amar es aguantar, donde el otro es siempre más importante que uno mismo. Te formateó el corazón. Te enseñó que si no eras útil, deseable o complaciente, no merecías amor. Aprendiste a fingir para encajar. A decir que sí cuando querías gritar que no. A perderte a ti mismo para ser querido.

Y después, como si no alcanzara, llegó la política. Los sistemas de poder te vendieron un amor a la patria, a la familia, a la tradición. Un amor que excluye, que señala, que separa. Amar se volvió sinónimo de obedecer normas, de respetar jerarquías, de callar lo que duele en nombre de lo sagrado. Todo lo que no encajaba, era “falta de amor”.

Pero, ¿qué amor es ese que necesita que te niegues a ti para ser válido? ¿A quién sirve ese amor que te pide que te destruyas para sostener estructuras que no elegiste? Tal vez amar sea elegir estar, sin obligación. Dar, sin renunciar. Acompañar, sin controlar. Tal vez sea momento de recuperar el amor. De limpiarlo del miedo, del deber, del chantaje emocional. Pero si eso es amar, ¿por qué incomoda tanto? ¿A quién molesta un amor libre? ¿Quién pierde poder cuando el amor deja de ser obediencia? Quizá por eso incomoda tanto un amor que no se deja domesticar.


Reencarnar no es volver, es elegir de nuevo

Hay una forma muy eficaz de controlar a una persona: convencerla de que su sufrimiento es una deuda. Así, no se rebela. No se pregunta. No se permite cambiar. Solo obedece, esperando que alguien, algún día, le otorgue el perdón.

Eso hicieron con la reencarnación. Nos la impusieron como una sentencia eterna disfrazada de justicia espiritual. Una lógica perfecta para mantenernos sumisos. Si naciste pobre, violento o enfermo, algo hiciste. Si no salís de ahí, es porque lo merecés. Y si intentás rebelarte, estás desafiando el karma. ¿Cómo no iba a encajar este relato con los intereses de los poderosos?

Pero reencarnar no es volver. Es elegir de nuevo. No desde lo que fuiste, sino desde lo que sos ahora. No desde la culpa, sino desde la conciencia. Cada vez que elegís el amor por encima del miedo, estás reencarnando. Cada vez que decidís no repetir la violencia, aunque te habite, algo se libera. Cada vez que te negás a justificar el daño, aunque venga disfrazado de destino, el alma se abre camino.

Tal vez el karma no sea una deuda, sino un lenguaje que nos señala dónde aún no somos libres. Quizá no haya que pagar nada, sino dejar de negociar con lo que ya venció. Puede que no tengamos que esperar otra vida, porque esta —si la elegimos con verdad— alcanza.


El amor no necesita al otro 

Nos enseñaron que el amor se encuentra. Que viene de afuera. Que lo encarna alguien que aparece un día y nos completa. Por eso lo buscamos como si nos faltara algo. Como si sin ese otro no fuéramos nadie. Pero casi nunca amamos al otro. Amamos el alivio que sentimos cuando su presencia distrae 

nuestro vacío. Amamos que nos calme, que nos saque de nosotros mismos, que nos prometa que esta vez no va a doler. Idealizamos a quien calma nuestras heridas, no a quien camina con nosotros. Más que dos, hay uno y su falta. El otro funciona como espejo o como tapón. Como promesa de reparación o garantía de permanencia. Y cuando no cumple ese papel, lo acusamos de no saber amar.

Amamos lo que tapa, no lo que revela. Porque si el otro no está para tapar, entonces revela. Y ahí nos vemos. Incompletos, confundidos, rotos. Pero el amor no viene a completarte. Viene a recordarte que ya eras entero. Que no necesitás fundirte con nadie para sentirte real. Que podés compartir sin rendirte. Que podés amar sin dejar de estar en vos. El amor no exige. No pide que el otro llene nada. No reclama, no justifica, no suplica. Solo está. ¿Qué pasaría si dejáramos de pedir amor, y empezáramos a ofrecer presencia?


El amor no se busca, se practíca 

Desde chicos nos dijeron que el amor había que encontrarlo. Como si fuera un tesoro escondido, como si estuviera en otro cuerpo, en otra historia, en otro momento. Y así, el amor se convierte en una zanahoria colgada frente a nuestros ojos: siempre adelante, siempre inalcanzable. Lo buscás en alguien, en algo, en una escena ideal que te prometa salvación. Lo proyectás en una relación que no tenés, en una versión de vos que todavía no alcanzaste, en un vínculo que te devuelva la sensación de merecer.

Pero cuanto más lo buscás, más te alejás. Porque cuando buscás amor, te salís de vos. De lo que sos, de lo que está, de lo que podría florecer si dejaras de correr. Buscar es proyectar hacia fuera. Practicar es habitar. El amor no es un lugar al que llegás, es un modo en el que estás. No depende de lo que venga de afuera, sino de lo que elegís sostener adentro. Se practica. En silencio. En lo mínimo. En lo real.


La práctica de amar, un salto al ahora

Elegir el amor no es un acontecimiento extraordinario. Es un salto —pero no hacia adelante ni hacia arriba—, es un salto al ahora. A eso que está ocurriendo. A eso que sos cuando dejás de huir. El amor no se posterga, no se planifica, no se acumula para más adelante. Se practica cuando elegís no levantar la voz. Cuando decidís no cerrarte, no castigar, no complacer. Cuando elegís responder distinto a lo que el impulso automático dicta.

No se trata de transformar el mundo en una sola acción, ni de cumplir con una imagen ideal de bondad. Se trata de asumir lo que estás sintiendo. De volver a vos. De no perderte en el ruido del deber, del otro, del sistema. El amor empieza en lo más cercano. En lo que hacés con lo que tenés delante. En cómo te hablás. En cómo sostenés una conversación incómoda. En cómo soltás una expectativa sin necesidad de vencer ni ceder.

Amar no es agradar, no es rendirse, no es salvar a nadie. Amar es sostenerte sin imponer. Es soltar sin castigar. Es ver sin exigir cambiar. 

¿Estoy en este momento o estoy reaccionando desde el pasado? ¿Estoy eligiendo el ahora o estoy repitiendo el miedo que aprendí? ¿Estoy respetando al otro sin dejar de cuidarme? ¿Estoy cediendo por amor o por culpa?

El cuerpo lo sabe. Si hay verdad, se afloja. Si hay obligación, se endurece.

La única brújula es la coherencia interna.

Cada vez que elegís no traicionarte, estás habitando el presente. Cada vez que hablás desde la honestidad, sin manipular, estás practicando el amor. Cada vez que escuchás sin defenderte, que ponés un límite sin violencia, que no juzgás al otro ni a vos, estás eligiendo el ahora. El amor no necesita luces. No busca testigos. No tiene guion. Se vuelve gesto. Se vuelve cuerpo. Se vuelve momento. 

Y si no podés con todo, empezá por lo único que depende de vos: no perderte en este instante. No perderte en el intento. No juzgarte por no haberlo logrado. Seguir creciendo en el amor, aunque sea de a poco, aunque duela, aunque cueste.

Amar hasta que ya no duela más.