Desde siempre, las grandes preguntas de la espiritualidad apuntan hacia un mismo misterio: ¿Por qué existe algo en vez de nada? ¿Por qué hay creación, movimiento, diferencia, si lo divino es totalidad, si el Todo ya es pleno?
Las religiones abrahámicas dicen que Dios creó el mundo para expresar su amor, para compartir su esencia. Las filosofías que creen en la reencarnación, que el alma viene a aprender, a elegir, a evolucionar. Y sin embargo, todas coinciden en algo: nada de lo creado está terminado. Todo está en tránsito. Todo parece decidir, tomar caminos, atravesar límites.
Pero ahí aparece un enigma: ¿Puede la totalidad elegir? ¿Puede la unidad experimentar el límite, la escasez, la contradicción?
Entonces… ¿elegir es un don o una carga? ¿Es una oportunidad o una trampa?
¿Y por qué —si venimos de la Unidad— hay tanto esfuerzo en decidir?
No vamos a responder todo ahora. Pero sí podemos empezar a escuchar lo que el acto de elegir revela.
Quizás no vinimos a este mundo a elegir en vez de ser, sino porque el ser mismo —si es verbo, si es acción— nace de la elección.
Y tal vez —como ya intuyeron algunas escrituras— el Verbo no vino después del Todo, sino antes. Antes que el mundo, la acción. Antes que el yo, la elección. Y en esa posibilidad, sin saberlo, estemos tocando algo que incluso el Todo no puede.
La necesidad como umbral sagrado
Si el Todo es plenitud, si la divinidad lo abarca todo, entonces carece de límites. No puede experimentar necesidad, ni escasez, ni carencia. Pero en este mundo humano, lo primero que hacemos al nacer es necesitar. Respirar. Llorar. Ser cuidados.
La necesidad no es una maldición: es la vía por la cual se manifiesta la experiencia humana. La necesidad es un umbral. Un portal sagrado entre lo que es eterno y lo que se vuelve temporal. Allí donde la totalidad no puede cruzar, el ser humano nace. Cada carencia es una puerta: no hacia la escasez, sino hacia la posibilidad de sentir, de elegir, de crear sentido. En esa grieta entre lo completo y lo incompleto, comienza la experiencia. Y tal vez sea eso, justamente, lo que el Todo no puede experimentar. Desde la eternidad, no hay urgencia. Desde la totalidad, no hay búsqueda. Pero en la finitud… sí.
Desde esta finitud, podemos elegir desear. Podemos elegir vivir el conflicto, incluso sabiendo que podemos salir de él. Podemos atravesar la contradicción. Y con esa posibilidad, hacemos algo que el Todo no puede: elegimos lo que queremos Ser.
Y si elegir es aquello que lo divino no puede hacer, entonces cada elección humana —consciente, sentida, amorosa o caótica— es un acto sagrado. Porque elegir, en este mundo, no es castigo: es oportunidad. La posibilidad de crear sentido, incluso donde no lo había. De actuar como si fuéramos eternos. Mejor dicho: de vivir como un ser eterno.
Entonces no se trata de huir del conflicto, ni de evitar la escasez. Se trata de traspasarlos. De verlos y vivirlos con la conciencia de que quizás —en este plano— somos los únicos que pueden hacerlo. Como muchos cabalistas modernos intuyen, se trata de vivir cada instante sabiendo que es único. Que ese dolor, esa contradicción, no se repetirá jamás. Y que, por eso, tiene sentido.
Y en ese sentido, cada acto —por pequeño que parezca— se vuelve sagrado. No por lo que logra, sino por el modo en que se entrega. No por el resultado, sino por la conciencia. De ahí el verdadero significado de “sacrificio”: no como sufrimiento, sino como acto sagrado, como hacer sagrado lo que hacemos.
Entonces elegir ya no es una carga, sino una ofrenda. Una forma de traer a lo divino —que no puede elegir— la experiencia de hacerlo. Y en cada acto vivido así, como humanos que eligen desde su finitud, acercamos a Dios a lo único que no puede tocar.
La trampa de elegir.
Sin embargo, no todo elegir es libertad. No toda decisión nos libera. En estos tiempos donde se multiplican las opciones —identidades, géneros, filosofías, caminos espirituales, carreras, estilos de vida— parecería que nunca fuimos tan libres. Pero, ¿lo somos?
¿Elegir entre miles de etiquetas es libertad? ¿Nombrarnos desde lo que elegimos, es ser?
Terminamos cayendo en la trampa de creer que somos lo que elegimos. Pero seguimos definiéndonos por formas. Por estructuras. Por identidades heredadas, inventadas o impuestas. Como si cuanto más específica sea nuestra casilla, más libres fuéramos.
Compramos el relato de la inclusión y la igualdad como si fueran las llaves de un mundo feliz o el fin último de nuestra evolución. Pero sin darnos cuenta, nos alejamos del Ser. Nos enredamos en modas, en ideologías, en pertenencias… Y lo que parecía libertad, era solo otra forma de limitación.
El libre albedrío no es una puerta abierta al todo. Es, muchas veces, una trampa. Un espejo que nos hace sentir que elegimos, pero que nos mantiene girando dentro del mismo laberinto.
Y sin embargo, ahí mismo, en ese enredo, está lo humano. Cuanto más libre albedrío, más humanidad. Cuanto más necesidad de elegir, más encarnación.
Pero también, más lejos estamos de lo eterno. Porque la libertad no está en elegir entre mil formas, sino en recordar que somos más que todas ellas. Y que quizás… no se trata de elegir quién ser, sino de dejar de intentar definirnos. Y simplemente… ser.
Elegir: lo que el Todo no puede hacer
Si Dios es totalidad, si el Todo es absoluto y no necesita nada… entonces, lo único que no puede hacer es elegir. Porque no hay alternativa para quien lo es todo. Y ahí, en ese límite, aparece el ser humano.
Elegir es el acto más divino que un ser humano puede realizar. No porque Dios elija, sino justamente porque no puede hacerlo. La totalidad no decide. La unidad no puede compararse ni diferenciarse para tomar una opción. La divinidad no eligió ser el Todo: simplemente lo es.
Por eso, cuando en esta existencia limitada elegimos conscientemente, no estamos alejándonos de lo divino… Estamos completando lo que lo divino no puede hacer.
Elegir —con consciencia, con presencia— es una ofrenda. Una forma de devolverle a la totalidad la posibilidad de verse en el límite. Cada vez que elegimos entre separación o unidad, entre miedo o entrega, entre repetir o trascender, no solo transformamos nuestra vida: activamos algo que roza lo sagrado.
Y ahí aparece la verdadera noción de sacrificio. No como pérdida ni como sufrimiento, sino como su raíz lo indica: sacrum facere, hacer sagrado. Hacer sagrada la elección. Hacer sagrado el instante. Hacer sagrado lo cotidiano.
Pero para que esa elección sea real, no podemos negar la separación. No podemos odiarla, ni condenarla. La separación es el escenario necesario para la unidad elegida. No hay reencuentro si no hubo distancia.
Por eso, no se trata de juzgar la dualidad, ni de escapar de ella, sino de integrarla. Y desde ahí, volver a elegir ser Uno.
La paradoja divina: elegir desde la separación
Elegir no es un acto que nos aleja de lo divino. Es, quizás, su expresión más elevada. No porque Dios elija, sino porque no puede hacerlo. Dios es. El Todo ya es. Y aquello que es completo, no puede cambiar ni tomar decisiones. No puede transformarse, porque no hay afuera ni adentro, ni otra cosa que no sea sí mismo.
Nosotros, en cambio, podemos elegir. Y no solo entre cosas. Podemos elegir el sentido. Podemos elegir si un acto es sagrado. Si un instante es eterno. Podemos elegir desde la limitación. Y al hacerlo, completamos a Dios con lo que le falta: la experiencia.
Eso, aunque suene contradictorio, es lo verdaderamente sagrado. Pero elegir no sucede en la luz perfecta. Sucede entre la sombra y el conflicto. Sucede entre el deseo y la pérdida. Sucede en un campo de tensiones, de cuerpos, de historias, de tiempo.
Y ahí aparece algo fundamental.
Muchas tradiciones espirituales —desde las filosofías griegas a las orientales, desde Platón hasta Un Curso de Milagros— han insistido en que la separación es el único error, que todo lo que no es unidad es una ilusión que debe corregirse o deshacerse.
¿Y si no fuera así? ¿Y si la separación no es un pecado, sino una posibilidad sagrada? ¿Y si no vinimos a recordar la unidad simplemente, sino a crear sentido desde la separación?
Como cuando dos hermanos que se han distanciado por años se reencuentran y, en lugar de volver a lo que eran, descubren una nueva forma de vínculo. O como alguien que, al tocar fondo, encuentra sentido en reconstruirse desde el dolor, no a pesar de él. No desde la condena, sino desde la consciencia. No desde la negación del cuerpo, del mundo o del conflicto, sino desde la transfiguración de cada experiencia en acto sagrado.
La elección como altar
Estás encarnando lo eterno en lo fugaz. Porque un instante elegido con totalidad no pasa. Permanece.
Cuando elegís desde la conciencia, la ilusión de las múltiples opciones se desvanece. Solo quedan dos: unidad o separación. Espíritu o forma. Desde lo humano, las elecciones se multiplican: etiquetas, estilos, caminos. Pero desde el espíritu, todo se simplifica. La conciencia no elige entre formas, sino entre recordar o seguir dormido. Y en esa lucidez, cada acto se vuelve claro, puro, verdadero.
Cuanto más elegís desde esa unidad, menos necesidad hay de elegir. Porque donde hay integración, no hay conflicto. Donde hay presencia, no hay urgencia. Donde hay totalidad, no hay falta.
No se trata de evitar la forma, ni de huir del mundo. Se trata de habitar cada instante con la certeza de que estás siendo el único puente entre lo humano y lo que lo trasciende. Un sí dicho con presencia. Una respiración profunda. Una mirada honesta. Eso también es un altar. Eligiendo. Respirando. Existiendo.
Y si eso fuera suficiente… ¿qué pasaría si cada elección cotidiana —por más mínima que parezca— fuera el gesto más sagrado que podés hacer? ¿Qué pasaría si cada elección, hecha desde el presente, fuera ya la vida eterna?
No necesitas entender todo lo que leíste. Ni estar de acuerdo. Ni recordarlo en cada paso. Solo basta con una cosa: elegir, ahora, con presencia. Cada vez que elegís con conciencia, sin automatismos, sin repetir, algo se transforma. No afuera, adentro. No en el mundo, en tu forma de habitarlo.
¿Y si solo se tratara de eso?
De no dejarte vivir en piloto automático.
De no heredar la reacción.
De no apagar tu instante por miedo a equivocarte.
No se trata de cambiar tu vida.
Se trata de estar ahí cuando la vida cambie.
Con el alma encendida.
Con el cuerpo disponible.
Con el corazón despierto.
Porque si elegir es un acto sagrado,
entonces toda vida puede volverse un altar.
Así de sencillo.
Así de radical.
Fabián Gusoni
21 de junio de 2025