Entre la fuerza y el poder

Vivimos en un mundo que grita. Gritan los gobiernos, gritan las redes, gritan los discursos que dicen traernos paz. Todo se impone. Las ideas se militan como banderas. Las posturas se defienden como trincheras. Las opiniones se han convertido en armas, y las diferencias, en campos de batalla. Lo correcto, lo justo, lo verdadero… todo llega empaquetado y urgente, como si necesitáramos actuar antes de pensar, reaccionar antes de comprender.

Esa forma de habitar el mundo no es casual ni pasajera. Es funcional a un sistema que se sostiene gracias al conflicto. La lucha permanente —entre partidos, ideologías, religiones, generaciones, géneros o clases— es el combustible de una estructura que necesita del ruido para no detenerse. Nos enseñaron que hay que ganar, demostrar, convencer, dejar claro de qué lado estamos. Así, la vida entera se convierte en una competencia disfrazada de causa justa. Y mientras creemos estar tomando postura, en realidad seguimos atrapados en la misma lógica: la de la fuerza.

Incluso la espiritualidad se ha visto arrastrada por esta dinámica. Lo que alguna vez fue un camino interno de búsqueda y transformación, hoy muchas veces se transforma en mercado, espectáculo o adoctrinamiento. Todo parece querer llevarnos a un mismo punto: elegir un bando, adoptar una forma, repetir una verdad. Y mientras todo afuera se acelera, ¿cuántas veces vos mismo actuás desde la urgencia sin darte cuenta?

Pero ¿y si el verdadero poder no tuviera nada que ver con imponerse? ¿Y si lo que llamamos fuerza fuera apenas una reacción automática, una programación que nos aleja de nosotros mismos? ¿Y si hubiera otra forma de estar en el mundo, más silenciosa, más coherente, más real, que no necesitara gritar para transformar?


 La fuerza como cultura.

Desde que somos niños nos educan para usar la fuerza, aunque no siempre la llamen así. Nos enseñan a portarnos bien para evitar el castigo, a competir para destacar, a esforzarnos para merecer. El sistema premia a quien se impone, no a quien se conecta. En la escuela, en el trabajo, en la vida pública, lo que importa no es lo que sos, sino cuánto rendís, cuánto influís, cuánto convencés. La fuerza, aunque se disfrace de mérito o de justicia, sigue siendo la regla de juego.

Esta forma de vivir —reaccionar, defenderse, convencer, ganar— es tan normalizada que incluso muchas prácticas espirituales han terminado replicándola. Se busca la iluminación como se busca el éxito: como una conquista. Se dan consejos como quien lanza mandatos. Se mide el despertar espiritual por la cantidad de seguidores o por el impacto del mensaje. La fuerza se disfraza de bondad, pero sigue siendo fuerza: una necesidad de imponerse, aunque ahora bajo el nombre de verdad, amor o consciencia.

Lo más insidioso de esta lógica es que rara vez se cuestiona. Porque la fuerza no se muestra solo como violencia explícita; también se cuela en gestos sutiles: en la urgencia por explicar, en el impulso de corregir al otro, en el deseo de tener razón. Se vuelve casi invisible, porque aprendimos a usarla creyendo que era necesario. 

Creemos que si no respondemos, perdemos. Que si no marcamos posición, no existimos. Pero detrás de esa compulsión por reaccionar, se esconde una desconexión profunda: con nosotros mismos, con el momento presente y con el poder real que no necesita imponerse para ser.

Pero existe otra forma de habitar el mundo. Una que no necesita imponerse para transformar, ni gritar para ser escuchada. Una que no busca vencer, sino sostener. A esa forma la llamamos poder. Y aunque parezca más silenciosa, es infinitamente más real.


El poder como camino.

Esto no es una utopía espiritual. Es una forma de estar que muchos olvidaron, pero que nunca dejó de estar disponible.

Mientras la fuerza necesita imponerse, el poder verdadero no necesita demostrarse. No grita, no empuja, no busca aprobación. El poder no se ejerce sobre otro: se encarna. Es presencia. No es convencer, es ser. Pero este camino, aunque es más natural, ha quedado olvidado. Porque no produce ruido, no alimenta el conflicto, no sirve al sistema que necesita que el mundo esté siempre en guerra para seguir funcionando.

El poder se manifiesta cuando estamos conectados con algo más grande que nosotros: el todo, la conciencia, el campo, Dios, el Uno… el nombre se lo ponés vos. Lo que importa es que en ese estado, no hay lucha. Lo que hay es coherencia. Cada gesto, cada palabra, cada silencio se vuelve acción sagrada, porque no responde al deseo egoísta de sobresalir, sino al impulso natural de compartir, de crear, de sostener. El poder transforma sin invadir.

Esa es la razón por la cual el poder real no necesita ser reconocido. El león no ruge para demostrar su fuerza. Camina con calma, porque sabe lo que es. De la misma forma, quien actúa desde el poder no intenta convencer, ni imponer su verdad. Da sin expectativa. No espera gratitud ni reciprocidad. Da porque entiende que todo lo que se entrega vuelve, de alguna forma, al mismo Uno que lo originó.

Olvidamos este camino porque nos enseñaron que el valor está en la reacción. Que quien no responde, se somete. Que quien no se defiende, pierde. Pero hay otro tipo de poder, más profundo y más estable, que no depende del otro. Que no nace del conflicto ni de la respuesta. Que no necesita ser sostenido por el esfuerzo, porque simplemente es. Y vos también lo conocés. Lo sentiste alguna vez, aunque haya sido por un instante. El desafío no es construirlo, sino recordar que ya habita en nosotros.



Silencio y vacío: el lugar donde comienza todo lo real

Si el poder no necesita imponerse, es porque nace del silencio. Y ese silencio no es ausencia: es presencia en estado puro. ¿Cuántas veces hablaste solo para llenar el silencio? ¿Y cuántas veces ese silencio dijo más que cualquier argumento?

El sistema que habitamos nos enseña a temer al vacío. Le teme porque no lo puede controlar, porque no produce, no se mide, no genera resultados visibles. En una cultura que necesita llenar cada espacio con estímulo, con palabras, con imágenes, el silencio se vuelve sospechoso, incómodo, casi subversivo. Pero es justamente ahí, en ese espacio sin forma, donde comienza el poder real.

El vacío no es ausencia: es conciencia disponible. Y el silencio, lejos de ser pasividad o sumisión, es el acto más profundo de presencia. Cuando no estamos reaccionando, explicando, justificando o intentando convencer, algo más grande puede aparecer. El ego cede. La fuerza se disuelve. Y queda lo esencial: un estado de creación pura. Desde ahí, todo lo que se manifiesta tiene raíz, tiene alma, tiene verdad.

Hay una diferencia fundamental entre fabricar y crear. Fabricar es moldear lo ya existente: adaptar, copiar, repetir. Crear es permitir que algo nuevo emerja desde la nada. Por eso, el silencio no es improductivo, es fértil. En él no hay urgencia. No hay necesidad de demostrar. No hay ansiedad de ser entendido. Solo hay disponibilidad para que la vida suceda, para que el Uno se exprese a través nuestro.

En un mundo donde hablar se ha vuelto una compulsión, el verdadero poder está en saber callar. No para esconderse, sino para no contaminar el campo. No para ceder, sino para sostener. Porque quien ha encontrado su voz más profunda, no necesita hablar todo el tiempo. Habla solo cuando hace falta. Y cuando lo hace, sus palabras no vienen de la fuerza, sino del silencio donde todo fue creado. Aprender a callar es también aprender a escuchar ese instante después de hablar, cuando lo verdadero ya fue dicho y no hace falta agregar nada más. Es un segundo denso, sagrado, donde el silencio vuelve y confirma: “ya está”. 

Mi padre solía decir: “es preferible callar y que sospechen que soy un idiota, a hablar y despejar cualquier duda”. Esa frase, con el tiempo, se volvió una enseñanza espiritual: no todo lo que puede decirse, necesita ser dicho. Y muchas veces, el verdadero poder se reconoce en quien sabe cuándo no hablar.


Sabiduría y soberanía

Hay un saber que no cabe en libros ni en palabras. No es un saber que se pueda cargar o descargar, sino un susurro que atraviesa silencios y que se siente en el cuerpo, en la piel, en el espacio que habitamos. La sabiduría es ese instante en que la mente se detiene y deja que la vida hable sin intermediarios. ¿Hace cuánto no te escuchás con honestidad? Soberanía no es tener todas las respuestas: es dejar de traicionarte.

En un tiempo saturado de datos y opiniones, la verdadera soberanía se revela cuando dejamos de buscar afuera la respuesta y empezamos a habitar nuestro propio misterio. No es un poder que se impone, sino un poder que se sostiene en la humildad de saberse parte y no dueño de la trama.

Esa coherencia —esa danza sutil entre el pensar, el sentir y el actuar— no es fruto del esfuerzo, sino del encuentro con uno mismo, con el presente, con la responsabilidad de ser quienes elegimos ser. Allí, en ese encuentro, nace el poder que no pelea, que no reclama, que no exige.

Ya no se trata de fuerza ni de formas. Se trata de recordar desde dónde elegís sostenerte. Porque el verdadero poder no se construye: se recuerda.


Vivir desde el poder

Este no es un texto para entender. Es un texto para practicar. Porque el poder del que hablamos no se explica, se vive. No es un estado reservado para unos pocos, sino una posibilidad disponible para quien decide observar, detenerse y actuar con conciencia.

Vivir desde el poder implica pequeñas elecciones, cotidianas y silenciosas. Implica reconocer cuándo estamos reaccionando desde la fuerza, cuándo queremos tener razón, imponernos, defendernos, controlar. Y en ese instante, hacer una pausa. Respirar. Esperar. Saber que no estamos obligados a responderle al mundo desde la urgencia ni desde la costumbre.

El poder también se cultiva en el silencio. Empezar a habitarlo, aunque incomode. Dejar espacios sin llenar, conversaciones sin cerrar, ideas sin justificar. Confiar en que cuando algo es verdadero, no necesita gritar. Y que muchas veces, lo más transformador que podemos hacer por el otro es no interrumpir su proceso con nuestras explicaciones.

Ser soberanos implica observarnos sin juicio. Nombrar nuestras emociones. Asumir lo que elegimos sostener. No se trata de hacerlo perfecto, sino de estar presente cuando lo hacés. Porque lo que transforma no 0es el resultado, sino la conciencia desde la que se elige. No para ser mejores, sino para ser coherentes. Es entender que no todo lo que sentimos debe ser actuado, y que no todo lo que pensamos debe ser dicho. Poder es elegir, y elegir es recordarnos libres.

Y si es necesario una guía práctica, que sea esta: 

Vivir desde el poder es volver al origen sin dejar el mundo. Es estar en él, sin pertenecerle. 
Elegir desde adentro, aun cuando todo afuera grite lo contrario. 
Ante el mínimo impulso de reaccionar, respirá un instante y respondé.


Fabián Gussoni