Cuando mirás a un niño, ¿ves al niño… o te ves a vos mismo?
Cada adulto que acompaña a un niño —en casa, en el aula o en un proceso terapéutico— llega con algo más que conocimientos y buenas intenciones. Llega con una historia. Una historia hecha de experiencias vividas, de heridas abiertas y de otras cerradas a medias, de creencias heredadas y de miedos que, muchas veces, ni siquiera sabemos que llevamos. Todo eso se convierte en un filtro invisible: la mirada adulta.
Ese filtro no es neutro. A través de él no solo observamos, sino que interpretamos. Y en esa interpretación, muchas veces, aparece más de nosotros mismos que del niño que tenemos delante.
Cuando la mirada está cargada de proyecciones, el riesgo es claro: confundimos lo que el niño vive con lo que nosotros sentiríamos en su lugar. El ejemplo es simple y potente: si crecimos con comodidades, podemos pensar que un niño que vive en un asentamiento es infeliz. Pero esa es nuestra experiencia, no la suya. Para él, esa es su normalidad. Puede sentirse seguro en su comunidad, reír con sus amigos, inventar juegos con lo que tiene a mano. Lo que para nosotros sería dolor, para él puede ser neutral o incluso satisfactorio.
La mirada adulta se construye sobre tres capas.
La primera, nuestra experiencia personal. Todo lo que vivimos, lo que nos faltó y lo que nos hirió se filtra en cómo interpretamos. Si yo sufrí en la escasez, creo que todos sufren igual. Si la exigencia me llevó lejos, asumo que a todos los llevará.
La segunda, los programas familiares y culturales. Frases heredadas que nunca cuestionamos: “un niño educado siempre obedece”, “los buenos padres dan todo lo que no tuvieron”.
Y la tercera, nuestro estado emocional presente. El estrés, el cansancio o la frustración pueden teñir nuestra lectura de lo que el niño está haciendo. Un adulto agotado puede leer rebeldía donde solo hay juego.
Esta mirada condicionada no se queda en la interpretación. Moldea nuestras decisiones y distorsiona las intervenciones. En lugar de acompañar procesos reales, ajustamos al niño a nuestras expectativas. En vez de detectar necesidades auténticas, cubrimos carencias que no siempre existen.
En el aula, por ejemplo, un niño que no quiere participar en una actividad grupal puede ser visto como tímido o desinteresado. Sin embargo, tal vez está observando, procesando antes de actuar o necesita un rol distinto para sentirse parte.
En casa, un niño que juega todo el día en la calle puede ser etiquetado como privado de oportunidades. Sin embargo, quizá disfruta de vínculos y creatividad que no encajan en nuestra idea de “juego de verdad”.
En la gestión de conducta, un niño con TEA que repite frases puede ser acusado de molestar, cuando en realidad se regula o comunica de esa forma.
En el rendimiento académico, un niño que no termina las tareas a tiempo puede ser tachado de vago, cuando la dificultad está en la comprensión, la atención o la motricidad.
La clave está en entrenarnos para ver antes de interpretar. Observar sin prisa, registrar lo que ocurre, preguntar si es posible, validar su experiencia y diseñar a partir de esa comprensión. No desde nuestras heridas. No desde la comodidad de nuestras creencias.
No se trata de quitar la mirada adulta, porque es imposible no tener historia. Se trata de habitarla conscientemente. De no convertirnos en un espejo que distorsiona, sino en una ventana que amplía.
Un niño no necesita que lo encajemos en la vida que nos funcionó a nosotros, ni que lo salvemos de todo lo que nos dolió. Necesita un adulto que pueda verlo sin que su pasado nuble el presente. Que distinga entre lo que el niño vive… y lo que el adulto siente al verlo vivir. Ese es el reto: entrenar la mirada hasta ver de verdad.