La libertad que no sabías que estabas buscando

Hay una libertad que te enseñaron a imaginar como bandera, como grito de guerra, como conquista. Te hablaron de ella como si fuera un premio que alguien pudiera darte, o una victoria que fueras capaz de arrebatar. Te dijeron que eras libre porque podías elegir carrera, pareja, ideología o consumir lo que quisieras. Te dijeron que eras libre porque nadie te ataba a una silla.

Y, sin embargo, muchas veces te sentís atrapado. A veces sin saber por qué. Sentís que repetís patrones, ideas y costumbres. Que decís cosas en las que no creés del todo. Que sostenés relaciones, hábitos, decisiones, solo porque alguna parte de vos –una que ni siquiera sabés de dónde viene– no se anima a soltarlas.

Es ahí donde comienza a asomar otra libertad, una más incómoda y menos celebrada: la libertad interna. La que no se ve, pero te define. La que no grita, pero condiciona cada elección. Es la libertad de no estar gobernado por lo que heredaste sin darte cuenta.

Porque sí, heredás mucho más que el color de ojos o la estructura de tu cuerpo. Heredás historias no contadas, mandatos familiares, programas inconscientes. Heredás miedos de tus abuelos, silencios de tus padres, heridas que nunca viviste pero que te siguen sangrando adentro. Lo podés intuir como sombra. Es aquello que no sabés que te dirige, pero que toma decisiones por vos cada día.

¿Y entonces? ¿Qué significa ser libre cuando tu propia biología te habla con voces que no sabés distinguir de la tuya? ¿Qué sentido tiene hablar de libre albedrío si lo que deseás, muchas veces, ni siquiera nace de tu presente?

La libertad no es solo pensar fuera de la caja. Es darte cuenta de que vos sos la caja. Que muchos de los límites que sentís no vienen de afuera, sino de adentro. De lo que creés que sos, de lo que juraste no ser, de lo que tu clan esperaba de vos. Liberarte de eso no se logra peleando con el sistema, sino mirándote sin excusas.

Esa forma de libertad que no se conquista en la calle, sino en el silencio. Una que no se gana en discusiones, sino en el coraje de mirarte. Una que no necesita ser proclamada, porque se convierte en tu forma de habitarte.


La comodidad de las buenas causas

Ser libre no es hacer lo que querés sin consecuencias. Es preguntarte si lo que querés lo deseás de verdad. Es revisar cada impulso y cada emoción, y no dejar que tus heridas decidan por vos. Es dejar de luchar por causas ajenas que usás como coartada para no mirar tus miserias. Porque sí, luchar por lo noble puede ser también una trampa: la forma en que justificás no hacer lo difícil, lo íntimo, lo propio.

El sistema lo sabe. Sabe que si te enfrentás a tu sombra, si cuestionás tu historia, si cortás con los programas heredados, te volvés incontrolable. Entonces te propone causas "nobles" para que luches afuera. Te da batallas ajenas que parecen justas. Así, si pensás diferente, igual te premian. Porque mientras luchás por ideales, evitás mirarte. Y si evitás mirarte, seguís siendo parte de la maquinaria, aunque creas que estás en contra.

Es más cómodo decir "yo lucho por los pobres", "yo defiendo la igualdad" que sentarte en silencio a ver tus propios miedos, tus zonas oscuras, tus contradicciones. Es más fácil parecer bueno que ser auténtico. Y si además te aplauden por eso, es doblemente rentable. Nadie te va a cuestionar si hacés cosas buenas. Pero ¿quién sos cuando no hacés nada? ¿Podés estar en silencio con vos mismo sin justificarte?


Cuando elegir es un acto de conciencia

La verdadera libertad no es la capacidad de elegir entre opciones prefabricadas. Es la capacidad de crear tu propia pregunta. De ver que lo que te vendieron como pensamiento libre es muchas veces reacción automática. Y que cuestionarte no es una amenaza: es tu mayor acto de amor hacia vos.

La rebedía real no es la que rompe todo. Es la que construye con claridad. No es la que grita: es la que discierne. Es no someterte ni siquiera a tus propias creencias cuando ya no te representan. Es dejar de buscar la aprobación de un sistema que necesita que no pienses demasiado para seguir funcionando. Es animarte a parecer contradictorio, para ser honesto.

Y claro, esa libertad es incómoda. Porque te deja sin excusas. Ya no podés culpar a tu familia, al sistema, al gobierno o a la sociedad. Ya no podés decir que no sabías. Porque una vez que descubrís que podés elegir, todo lo que hagas y no hagas es responsabilidad tuya. Incluso el dolor.

Pero también es poderosa. Porque no depende de nadie más. Porque es tuya. Y porque una vez que empezás a ejercerla, no hay marcha atrás. Te volvés cada vez menos manipulable. Menos esclavo. Más consciente.


La espiritualidad como conciencia encarnada

Y ahí es cuando descubres lo espiritual. No como una creencia, ni como una superioridad moral. Lo espiritual como estado de conciencia. Como la comprensión profunda de que no estás acá para salvarte del mundo, sino para crear una versión más viva y más justa de él. No porque seas especial, sino porque sabés que si vos te liberás de tus sombras, de tus programas heredados y de tus automatismos, eso tiene impacto real.

Tu espiritualidad no se mide por cuán iluminado pareces, sino por cuán responsable sos con lo que pensás, decís y hacés. Ser espiritual no es elevarte sobre nadie. Es no permitir que nadie sea rebajado por tu comodidad. Es entender que tu despertar no es para aplausos, es para servicio. Que no sos mejor que nadie por haber comprendido algo, pero sí estás obligado a usar eso que comprendiste para no seguir reproduciendo lo mismo.

Vivir desde el espíritu, al final, no es otra cosa que ser lo suficientemente libre como para darte por completo. Para dejar de vivir desde el miedo y empezar a vivir desde la creación. Desde esa conciencia lúcida que no busca brillar, sino encender.

Y eso, aunque parezca poco… lo cambia todo.


FABIÁN GUSSONI