Hay una confusión estructural que atraviesa buena parte de las religiones, las filosofías espirituales y hasta las nuevas prácticas de desarrollo personal: confunden el medio con el fin, la herramienta con el espíritu, el mapa con el viaje.
Aunque esto lo hablamos muchas veces, esta vez quiero mirarlo desde un lugar más profundo. Porque esa confusión, lejos de ser un desvío inocente, muchas veces reproduce justo lo que dice querer sanar: la separación. Y así, mientras afirman buscar la unidad, muchas veces reproducen la separación.
En nombre del amor, se predica la exclusión. En nombre de la verdad, se impone una única versión. En nombre de Dios, se levanta la voz para acusar al otro. Todo eso ocurre no porque la religión sea en sí un problema, sino porque fue capturada por lo que los cabalistas llaman el deseo egoísta: esa fuerza que quiere recibir solo para sí, incluso a costa de la conciencia del otro.
Ya lo hemos dicho, pero vale la pena volver: el problema no es la religión
Pero si vamos al origen —y eso implica mirar más allá de los textos, las costumbres y los rituales— toda vía espiritual fue creada para algo mucho más simple y poderoso: volver a la unidad. Re-ligar no es convencer, imponer ni excluir. Es recordar, en cada acto, que el otro también soy yo.
El problema no es que existan muchos caminos. El problema es cuando un camino olvida para qué fue creado, y se vuelve trampa. El error no es separarse; el error es creer que esa separación nos aleja del Uno.
Porque tal vez no se trata de encontrar la verdad, sino de dejar de usarla como arma. Tal vez el regreso no es a una doctrina, sino a una forma de mirar. Y tal vez lo más espiritual que puede hacer un alma, es reconocer que incluso la separación fue parte del plan.
Que no hay error en alejarse si ese gesto guarda fidelidad al Uno. Y que toda distancia, si se la vive con conciencia, puede ser el inicio del regreso.
Religión, herramienta y ego: cuando el mapa reemplaza al viaje
Toda religión nace de una experiencia espiritual fundante. No de una doctrina, ni de un código moral, ni de una arquitectura teológica. Sino de un gesto íntimo de comunión con lo divino.
Ese momento de conexión, que algún alma vivió con total intensidad, fue luego traducido, organizado, replicado. Así nacieron las formas. Y con ellas, la progresiva sustitución del espíritu por el sistema.
El problema no es que existan reglas, símbolos o escrituras. El problema es cuando esas formas se confunden con el origen que intentan preservar. Como si un mapa, en lugar de servir para guiar, fuera venerado como si fuera el destino mismo.
Entonces la práctica sustituye al sentido. El deber, al deseo profundo. La letra, al fuego. Ninguna religión ni camino espiritual auténtico promueve el deseo egoísta en su esencia. Ninguna filosofía del alma fue creada para justificar la separación, el juicio o la superioridad.
El deseo egoísta —ese que busca tener razón, pertenecer, acumular y controlar— se infiltra cuando se pierde la conciencia del propósito. Y al hacerlo, se disfraza fácilmente de fervor. Incluso de fe.
Y entonces, lo que fue diseñado para volver a unir, empieza a usarse para dividir.
La paradoja es brutal: religiones que dicen unir a la humanidad, pero se proclaman únicas. Filosofías que hablan del amor universal, pero desprecian a quien no comparte su visión. Movimientos espirituales que prometen libertad interior, pero levantan banderas que exigen sumisión mental. Lo sagrado se vuelve territorio de disputa y la verdad, mercancía.
Pero el error no está en el camino. Está en confundir el camino con la meta. Ninguna religión fracasa por tener un nombre. Fracasa cuando olvida para qué nació.
Y cuando se olvida para qué fue creado un camino, lo primero que se rompe no es la doctrina… es el vínculo. Así empieza la verdadera separación: cuando la forma se llena de palabras, pero se vacía de encuentro.
La separación como herramienta sagrada
Nada que esté dentro del Uno puede oponerse al Uno. Y si todo está dentro, entonces la separación también lo está. No como error, no como castigo, sino como posibilidad. Separarse es parte del movimiento de la conciencia que se olvida para poder recordarse. Si todo fuera unión permanente, no habría elección. Y sin elección, no hay conciencia viva.
El cuerpo, esa forma finita y densa que habitamos, es el escenario perfecto para experimentar la ilusión de ser "yo", distinto del "otro". La materia nos ofrece distancia para que podamos elegir acercarnos con verdad. Porque cuando no hay separación, no hay reencuentro. Y sin reencuentro, no hay unidad consciente, solo fusión ciega. La separación no niega la unidad: la permite.
Y cuando una conciencia decide apartarse —de una relación, de un vínculo, de un sistema— no siempre lo hace desde el deseo egoísta. A veces, lo hace por fidelidad a algo mayor. Como escribió Gustavo Cerati: “Separarse de la especie por algo superior no es soberbia, es amor.”
Pero para entender esto, hay que haber amado lo suficiente como para retirarse sin odio, y haber despertado lo suficiente como para saber que a veces volver a Uno implica alejarse de muchos.
No toda separación es ruptura. No toda distancia es juicio. A veces, separarse no es desconectarse… es recordar desde otro lugar. Y cuando la separación es verdadera, no genera orgullo ni resentimiento: genera silencio.
Ese silencio no es ausencia: es fidelidad. Es la forma más honesta de no seguir dividiendo cuando ya no hay nada que defender.
La falsa empatía y la trampa del sufrimiento colectivo
En el afán de ser buenos, muchas veces nos volvemos esclavos. Nos cargamos dolores que no nos pertenecen, nos atribuimos responsabilidades que no hemos elegido, y llamamos a eso “empatía”. Pero eso no es empatía.
Empatía no es diluirse en el sufrimiento del otro. Es ver lo que le pasa, sin desconectarse de la conciencia.
Vivimos en un tiempo donde se ha vuelto obligatorio “sentir por el otro”, incluso cuando eso nos arrastra al mismo abismo. Pero quien cae con el caído no ayuda: acompaña la caída. El verdadero acompañamiento es otra cosa: ser un punto de referencia cuando el otro decida dejar de caer.
Y esto no significa negar el dolor, ni la injusticia, ni la violencia. El sufrimiento existe. El deseo egoísta se manifiesta en todas sus formas, a veces crueles, insoportables.
Lo que se propone no es mirar para otro lado. Lo que se propone es dejar de confirmar ese mundo como el único posible. Porque si solo repetimos “esto está mal”, “esto es horrible”, “esto es injusto”, sin ofrecer una frecuencia diferente, no estamos ayudando: estamos amplificando.
La empatía real no se aferra al sufrimiento ajeno: le ofrece una alternativa, sin imponerla. Y eso requiere coraje. Porque quien decide vivir desde otra conciencia será señalado, culpado, incomprendido.
Pero cargar con el dolor del mundo no transforma el mundo. Lo transforma quien vive como si otro mundo ya fuera posible.
Ayudar no es salvar. Salvar no es evitar. Ayudar es ser herramienta, no explicación. Es ser ejemplo, no argumento.
Y si alguien todavía necesita experimentar el deseo egoísta —el juicio, la guerra, el dolor— eso también es parte del plan. No para justificarlo. Sino para recordarnos que toda experiencia está ahí para ser vivida, y tal vez, para ser vivida por última vez.
Cuando alguien elige transitarla con conciencia, sin repetirla ni huir de ella, ese gesto puede ser el punto exacto donde algo deja de necesitar seguir ocurriendo.
Y tal vez eso sea ayudar: estar presente sin invadir, ser testigo sin apropiarse del dolor. Ser luz sin ruido. Porque cuando alguien elige no repetir, algo —en él y en todos— empieza a descansar.
Cuando dejar de separarse ya no es urgente
Después de tanto ruido, quizás solo quede esto: recordar sin necesidad de reunir. No hacer que todo encaje. No forzar que todos entiendan. No arrastrar al otro hacia la unidad como si la paz dependiera de eso.
Tal vez la unidad no se alcanza sumando partes, sino dejando de pelear con la propia fragmentación. No se trata de buscar un mundo unido: se trata de dejar de separarse uno mismo a cada paso.
Pero ¿y si la unidad no fuera algo que se logra, sino algo que se recuerda?
¿Y si no se tratara de reunir al mundo, sino de dejar de fragmentarse por dentro? ¿Y si no fuera necesario que todos estén de acuerdo, sino que vos elijas vivir sin dividirte?
Tal vez la unidad no es un resultado, sino una práctica silenciosa. Una forma de estar en el mundo sin exigir que el mundo te devuelva nada. Un modo de decir: yo ya elegí. Aunque los demás no entiendan. Aunque te miren raro. Aunque te acusen de haberte ido.
Tal vez la unidad empieza en ese momento exacto en que decidís no necesitar que el otro vuelva para poder volver vos. En ese instante donde dejás de discutir por la forma, y empezás a habitar el fondo.
Y entonces, ¿qué vas a elegir sostener hoy? ¿La costumbre de pertenecer o la fidelidad a lo eterno? ¿La comodidad de la forma o el vértigo de vivir en coherencia?
No hay mapa para esto. Solo un eco. Uno que, si lo escuchás con suficiente silencio, te va a recordar que nunca estuviste separado. Solo dormido.
Fabián Gussoni