Vivimos en tiempos en que el acto de dar ha sido despojado de su profundidad para convertirse en una herramienta de construcción de imagen. Se da para parecer buenos, para cumplir con lo socialmente correcto, para ser vistos. No se da porque se siente, se da porque se espera que demos. Lo políticamente correcto ha logrado que el dar deje de ser un acto sagrado para transformarse en un gesto vacío, útil solo si es compartido, validado o aplaudido. La bondad se ha vuelto un bien de mercado, y hoy, más que nunca, parecer empático y generoso tiene más valor que serlo. La falsa modestia, la demagogia emocional y el “buenismo” reinan como formas sofisticadas del deseo egoísta.
En este mundo, donde las causas sociales se han vuelto oportunidades de pertenencia y las buenas acciones una forma de estatus, ayudar ya no es una entrega silenciosa, sino un capital simbólico. Mientras tanto, el capital simbólico cotiza en silencio, ajeno a las discusiones tan activas entre progresismo e individualismo, entre derecha e izquierda. Esa batalla obsoleta —aunque todavía rentable— sirve de cortina para distraer a quienes creen que están luchando por ideales, mientras ese capital silencioso se fortalece en la bolsa de lo políticamente correcto. No importa si el control lo ejerce el Estado o los mercados: lo que cuenta es cuánto impacto genera el acto de dar en términos de visibilidad, aprobación o adhesión.
En ese mercado, la empatía no transforma, cotiza. La nueva forma de éxito es ser bueno y parecerlo. Publicar, mostrar, contar: que el mundo sepa que estuviste ahí, que fuiste parte, que diste. La empatía se ha reducido a frases correctas y a fotos compartidas, mientras la verdadera compasión —esa que implica estar, acompañar, sostener en el silencio o incluso retirarse cuando es necesario— queda fuera de foco.
No se trata de juzgar a quienes dan ni de descalificar las formas visibles de la ayuda. Se trata de detenernos un momento a observar con honestidad desde dónde lo hacemos. ¿Estamos dando porque realmente sentimos que hay algo que necesita ser ofrecido, o porque no toleramos no ser vistos? ¿Estamos dando para liberar, o para controlar? ¿Estamos dando para expandirnos, o para llenar vacíos?
Estas lineas no buscan oponerse al dar, sino despojarlo de sus capas más superficiales. No se trata de dar menos, sino de dar mejor. De reconocer que el verdadero dar no siempre es visible, ni reconocido, ni celebrado. De comprender que solo quien se reconoce como parte del todo puede ofrecer sin esperar, y que esa entrega, tan invisible como poderosa, es lo único que nos acerca realmente a la divinidad.
El disfraz del deseo egoísta
Nos han hecho creer que cada acto de entrega debe tener como objetivo mejorar al otro, salvarlo, cambiarlo, corregirlo. Pero eso no es dar, eso es intervenir. Y en muchos casos, intervenir es una forma disimulada de control. Lo llamamos amor, lo llamamos generosidad, pero detrás suele esconderse una necesidad de superioridad, de validación o de alivio. Porque muchas veces damos no para aportar, sino para sentirnos útiles. A veces para que nos necesiten. A veces para no sentirnos egoístas. Ayudar sin que nos lo pidan no es altruismo, es ego. Es el deseo egoísta disfrazado de bondad. Es creer que sabemos lo que el otro necesita mejor que él mismo. Es no respetar su proceso, su tiempo, su conciencia.
Dar auténticamente es todo lo contrario: es entregarse sin juicio, sin expectativa, sin pretensión de resultado. Es saber que muchas veces lo que hay que dar es un límite, un silencio, una distancia. Es confiar en que el otro sabrá qué hacer con lo que recibe, incluso si decide rechazarlo. El problema no está en dar, sino en lo que esperamos que el otro haga con eso. Esa expectativa sutil —que muchas veces ni siquiera reconocemos— es la señal más clara de que estamos operando desde el deseo egoísta. Dar también es estar. Es ser alguien a quien se puede acudir sin explicaciones, sin miedo, sin culpa. Es asegurarse de que, al menos, haya una persona que sepa que puede contar con vos en las difíciles, sin preguntas ni reproches. Si no sentimos que somos eso para nadie, es señal de que hace tiempo dejamos de dar desde el amor, y comenzamos a vivir esperando que alguien más nos devuelva algo que ni siquiera estamos ofreciendo.
Y es allí donde se abre una pregunta más profunda: ¿damos porque hay algo que necesita ser dado o porque hay algo que estamos buscando recibir? Tal vez no nos duele lo que el otro hace con lo que dimos, sino lo que revela de por qué lo dimos.
La espiritualidad del Yo visible
Si antes dábamos para retener, ahora damos para ser reconocidos. En los nuevos lenguajes de lo espiritual también se ha infiltrado el deseo egoísta. Se habla de "servir", de "ser canal", de "brindarse al otro" con palabras que suenan elevadas, pero que muchas veces esconden una necesidad profundamente humana de sentirse especial. La falsa modestia se volvió un síntoma: aquel que dice “yo solo acompaño”, “yo solo canalizo”, muchas veces lo hace buscando ser visto como más sabio, más despierto, más conectado. No es servicio si detrás hay una necesidad de ser reconocido.
Ayudar desde esa postura es una trampa: la de pensar que uno ya resolvió algo que el otro aún no pudo, y que por eso tiene algo que dar. Pero nadie ayuda realmente desde la conciencia si no ha transitado su propia oscuridad sin la necesidad de hablar de ella. El que da desde el poder, no necesita hacerlo visible. Ni siquiera necesita hablar. Su sola presencia acompaña, ofrece, transforma. El dar más elevado no se comunica, se irradia.
El deseo egoísta se cuela también cuando ofrecemos palabras, consejos o soluciones sin que hayan sido solicitados. Detrás de ese impulso está la idea de que lo que tenemos para decir vale más que el silencio del otro. Y aunque lo hagamos con la mejor de las intenciones, el campo lo registra como imposición. Querer que el otro aplique lo que le dijimos, que cambie por lo que le ofrecimos, que se transforme porque lo acompañamos... es desear que el otro confirme que teníamos razón. Es poner nuestra validación personal por encima de su libertad.
Dar desde la conciencia, en cambio, es compartir sin necesidad de respuesta. Es brindar algo sabiendo que puede ser aceptado o rechazado, aprovechado o ignorado, y que en cualquiera de los casos, sigue siendo un acto sagrado. Es entender que lo valioso no es lo que el otro haga con eso, sino la vibración con la que fue entregado.
Lo digo ahora porque lo he habitado. Supe vestirme con esas palabras y sentirme distinto por decir que 'daba', cuando en realidad solo buscaba que alguien me viera. Lo reconozco sin culpa, porque hoy lo comprendo. Era una forma que tenía de sostener mi identidad, de darle sentido a mi búsqueda. Pero con el tiempo comprendí que ese dar, aunque disfrazado de humildad, seguía siendo deseo egoísta. Y que solo cuando pude soltar la necesidad de ser visto, el dar se volvió silencioso, real y liviano. El dar que no necesita testigo, tampoco necesita explicación.
El límite también es un acto de dar
Hay momentos en los que dar ya no es entregar algo material, ni siquiera una escucha o una presencia. Es dar un límite. Decir "hasta acá". El límite, cuando nace desde la conciencia, también es una forma profunda de amor, de presencia y de entrega. Es el acto más altruista cuando se hace sin rencor ni castigo, sin reclamo ni necesidad de ser comprendido. El límite es dar la posibilidad de que el otro se encuentre consigo mismo, sin que estemos interfiriendo en su experiencia.
A veces, dar ya no es acompañar, sino retirarse. No como forma de castigo, sino como un acto de confianza: creer que el otro puede. Y si no puede, también creer que puede atravesar su dificultad sin que seamos nosotros quienes resolvamos su proceso. Hay una frase que suelo usar mucho: "Creo en las oportunidades, y también en las últimas oportunidades". Porque incluso el final, el corte, el cierre de un vínculo, puede ser el regalo más honesto que podemos ofrecer.
Negarse a seguir dando cuando se ha dado desde la conciencia, es ofrecer el don de la ausencia. Es confiar en que el otro pueda habitar el vacío, el silencio, la falta. A veces, esa experiencia es más transformadora que cualquier gesto de ayuda. Pero claro, no es fácil. Sobre todo si hemos construido vínculos donde dar se confundió con agradar, con sostener, con no ser rechazados. El límite no es el fin del amor, es su evolución más adulta.
Damos, muchas veces, esperando que el otro cambie. Que responda como imaginamos. Y si no lo hace, le hacemos sentir que nos debe algo. Como si el amor fuera una inversión que exige retorno.
Pero incluso cuando nos retiramos, también estamos dando. Le estamos ofreciendo al otro la posibilidad de experimentar su vida sin nosotros, sin nuestra mirada, sin la costumbre de depender. Le regalamos una nueva realidad. Y a nosotros, el permiso de soltar sin castigo.
Porque muchas veces no solo damos —nos acostumbramos a que el otro nos necesite.Quizás no damos tanto por amor al otro, sino por miedo a no valer sin lo que ofrecemos.
La herencia invisible de nuestros actos
Mucho de lo que creemos que es dar, en realidad es compensar. Queremos sentirnos útiles, valiosos, necesarios. Queremos ser reconocidos por el otro, y si no lo obtenemos, nos frustramos. ¿Cuántas veces sentimos que dimos todo y no recibimos ni las gracias? ¿Cuántas veces usamos eso para justificar el alejamiento, el enojo, o el dolor? Pero si duele, si molesta, si pesa… ¿qué es lo que realmente estábamos buscando cuando dimos?
A veces, lo que damos no nace de nuestra libertad, sino de una deuda que ni siquiera sabemos que asumimos. Dar desde el deseo egoísta no es dar, es negociar. Es ofrecer algo esperando una respuesta, un gesto, una devolución. Y eso nos ata. Nos vuelve esclavos de nuestras expectativas, rehenes de nuestro pasado. Porque muchas veces, sin darnos cuenta, estamos intentando llenar vacíos heredados. Vacíos de nuestros padres, de nuestros ancestros, de historias no resueltas que nos atraviesan sin que sepamos siquiera que existen. La elección de una carrera, de una pareja, de una forma de ayudar, muchas veces nace más de esas historias inconscientes que de nuestra verdadera voluntad.
Por eso el tarea no es dejar de dar. El desafío es revisar desde dónde damos. Si damos para que nos amen, para que nos necesiten, para que no nos abandonen, para sentir que valemos… entonces ese acto está teñido por la herida. Y lo que entregamos no es una ayuda, es un pedido. En cambio, cuando uno empieza a reconocerse, a valorarse, a sanar, el dar se transforma. Deja de ser demanda y se vuelve gesto. Gesto sagrado. No necesitamos que el otro nos agradezca, porque sabemos lo que dimos. Y si no es valorado, no lo tomamos como un ataque: lo tomamos como señal. Y aprendemos a dar en otro lugar.
Educar también es parte de esto. Enseñar a los niños a no esperar que los aprueben todo el tiempo, a que su valor no depende de lo que hacen bien ni de los errores que cometan. Amar sin condiciones no es amar pase lo que pase, es amar más allá de lo que pase. Estar en el momento del error, del límite, de la reparación. Mostrar que se puede corregir, que se puede comenzar de nuevo, y que el amor no se negocia. Eso también es dar. Educar para amar sin pedir nada es también enseñarnos a dar sin perdernos.
Dar sin perderse
Dar sin perderse es poder decir que no sin culpa. Es sostener la presencia sin dejar de ser uno. Dar no necesita de grandes recursos ni de escenarios extraordinarios. Dar con conciencia es un acto cotidiano, silencioso, casi invisible, pero profundamente transformador. No se trata de cuánto damos,
sino de desde dónde lo hacemos. Hay quienes entregan su tiempo, su escucha, su presencia, y con eso alivian la vida de otros más que cualquier suma de dinero. Hay gestos que no se ven, pero que cambian el día —y a veces la vida— de alguien.
La forma más sencilla y a la vez más revolucionaria de dar, es estar. Estar disponible, estar cerca, ser alguien a quien los demás puedan acudir. Sin condiciones. Sin expectativas. Sin la necesidad de tener razón, ni de cobrar por adelantado con afecto, reconocimiento o devolución. Estar no es hacerte cargo de la vida de otro, sino permitirle saber que no está solo en el camino. Que si todo se derrumba, hay al menos una persona en la que puede confiar. Si no sentimos que al menos alguien cuenta con nosotros de ese modo, quizá hace tiempo que dejamos de dar. Tal vez estamos esperando, mendigando formas de recibir, sin darnos cuenta.
El acto más profundo que podemos hacer por alguien es permitirle sentir que puede ser sin temor al juicio, sin la obligación de agradecer, sin el peso de devolver. Eso es dar desde la conciencia. Y no es una teoría, es una práctica. Es hacer un llamado, compartir una comida, sentarse en silencio, respetar un límite, no opinar, no intervenir, saber irse a tiempo.
Dar no transforma el mundo, transforma este instante. Y es ahí donde empieza todo lo demás. Dar, cuando nace del silencio, ya no exige nada. Solo transforma este instante.