NO SE NECESITA UN MOTIVO PARA HACER LO CORRECTO.

 

Vivimos en una época donde lo ‘correcto’ se proclama, se exige, se repite pero casi nunca se practica. Una época en la que se señala más de lo que se actúa, se grita más de lo que se escucha, y se exige más de lo que se encarna. Nos hemos acostumbrado a usar las ideas como piedras: para arrojárselas al otro, no para construir con ellas. La lucha por lo "justo" se ha vuelto una guerra de banderas, donde el otro siempre es el enemigo a vencer, no un espejo a comprender.

El lenguaje inclusivo, la corrección política, la cultura de la cancelación, la hiperidentificación con bandos, géneros, relatos, ideologías… todo parece estar al servicio de decir lo que se debe decir. Pero ¿quién está dispuesto a hacer lo que hay que hacer? ¿Cuántos de los que exigen respeto, lo practican con quienes piensan distinto? ¿Cuántos de los que defienden la libertad, se la permiten al otro? En nombre del bien, se odia. En nombre de la justicia, se lincha. En nombre de la verdad, se miente.

Hoy, más que nunca, el ser humano necesita una verdad que no dependa del relato. Una brújula que no se confunda con las modas del discurso. Porque más allá de lo que se opine, más allá del dolor o del contexto, hay algo que todos sabemos: cuándo estamos haciendo lo correcto. Hay veces que sabés lo que tenés que hacer. Nadie te lo pide. Nadie te va a aplaudir. Pero algo adentro tuyo no te dejaría dormir si no lo hacés.

Ese saber no es ideológico, ni académico, ni cultural. Es visceral. Es espiritual. Es humano. Y sin embargo, lo negamos. Lo tapamos. Lo disfrazamos con argumentos que nos calman la culpa, pero no nos liberan del vacío.

Este ensayo no es una invitación al perfeccionismo moral, ni a un juicio externo. Es un intento por recordar que, en lo profundo, todos sabemos. Y que cada vez que elegimos no actuar como sabemos que debemos, algo en nosotros se apaga.

La conciencia —o el alma, si es que existen, y si no también— no necesitan de excusas para hacer lo correcto.


El instinto de lo correcto

Lo que se plantea aquí es una convicción que va más allá de toda ideología: el ser humano, en lo profundo, siempre sabe lo que es correcto. Por razón, por espíritu, por naturaleza, por intuición o por dolor: siempre lo sabe. Aunque no lo haga, aunque se niegue, aunque se lo calle o lo justifique, hay una certeza interna —a veces silenciada— que marca el pulso de lo justo, de lo sano, de lo verdadero. Puede estar tapada por miedo, por historia, por ruido aprendido. Pero cuando todo eso se calla, esa voz suele ser la primera en hablar.

No se trata de un deber moral inculcado, ni de una obligación social. Se trata de una conciencia anterior a toda ley, que vive en cada cuerpo, en cada gesto, en cada elección. Incluso en sus actos más destructivos, el ser humano sabe que está dañando. Y lo sabe no porque alguien se lo haya dicho, sino porque lo siente. Porque, aún cuando se pierda, hay una parte que permanece lúcida. Y esa parte no necesita excusas.

Sin embargo, a lo largo del tiempo se ha construido una idea generalizada de que el ser humano es naturalmente violento, competitivo, destructivo. Esa idea no surge de la experiencia directa, sino de una historia narrada con intenciones. La educación formal y los medios de comunicación han contribuido a fijar esa visión: nos enseñan guerras, invasiones, luchas de poder y traiciones como si eso definiera a nuestra especie. Las currículas escolares nos cuentan la historia desde las batallas, no desde los encuentros. Y los noticieros alimentan diariamente una imagen del otro como amenaza.

Pero la realidad cotidiana desmiente ese relato. La mayoría de las personas no mata, no roba, no miente ni busca la guerra. La mayoría ama, cuida, busca soluciones, se frustra y vuelve a intentar. La mayoría quiere paz, no confrontación. Y eso, aunque no sea noticia, también es humano. Por eso, incluso si el alma o la conciencia existieran —y si no, tampoco importa— no necesitarían excusas para hacer lo correcto. Simplemente lo harían.


La emoción que no se nombra

Hay una emoción que nadie quiere nombrar. No porque no exista, sino porque al hacerlo, se caen muchas máscaras. Es la emoción que aparece justo antes de hacer lo que sabemos que no deberíamos hacer. Es la incomodidad que sentimos cuando decidimos traicionarnos, cuando elegimos callar, cuando optamos por lo tibio.

No es miedo, ni culpa, ni tristeza: es la conciencia de que lo que vamos a hacer no está bien, pero igual lo hacemos. Y el sistema nos entrena para callarla. Nos ofrece justificaciones, nos vende neutralidad, nos da excusas. Nos dice que “no es tan grave”, que “no es tu problema”, que “hay que entender los grises”. Y entonces la emoción que no se nombra queda ahogada entre razonamientos cómodos y un lenguaje políticamente correcto que todo lo maquilla.

Pero esa emoción está ahí. En cada gesto que elegimos mirar para otro lado. En cada acto en el que negociamos nuestra integridad. En cada relación donde preferimos agradar antes que ser honestos. Y sabemos que está, porque duele. Porque pesa. Porque no se va, aunque la tapemos con espiritualidad, con sarcasmo o con activismo impostado.

Esa emoción, por más que no tenga nombre, tiene verdad. Y no necesita etiquetas: se reconoce por lo que remueve. Nombrarla es peligroso, porque al hacerlo, dejamos de tener excusas. Y por eso es tan importante hacerlo. Porque en un mundo que ha 

hecho del autoengaño una virtud, nombrar lo que sentimos cuando no hacemos lo correcto es el primer acto de libertad.

Tal vez eso es lo que Jung llamó sombra: aquello que ocultamos, y que se agranda con cada intento por mantenerlo escondido. Y cuanto más negamos esa emoción, más nos aleja de nosotros mismos.


El disfraz de la causa justa

No hay bandera que no haya sido usada para esconder una herida. No hay causa colectiva que no haya sido aprovechada como excusa para justificar lo que no se quiere mirar en lo personal.

Nos gusta pensar que luchamos por justicia, por igualdad, por libertad. Pero muchas veces lo que realmente nos mueve es el resentimiento, el miedo, la necesidad de venganza o de pertenencia. Decimos que peleamos por otros, pero en el fondo estamos pidiendo ser reconocidos nosotros. Queremos liberar al oprimido, pero en realidad queremos que alguien vea nuestro dolor. Y cuando ese dolor no se nombra, se esconde detrás de la furia. Y la furia es buena máscara: tiene fuerza, tiene razón, tiene volumen. Pero no tiene conciencia.

No hay nada más peligroso que una herida con argumentos. Porque convence, arrastra, grita. Pero no se sana. Y una herida que no se sana contamina. Atraviesa generaciones, se hereda, se camufla de historia, de derecho, de lucha. Hasta que alguien decide no repetir. No seguir culpando. No seguir justificando lo propio en el dolor ajeno.

Tal vez eso sea la sombra: todo lo que no sanamos adentro, termina apareciendo afuera. Y cuanto más lo negamos, más lo proyectamos. Y cuando eso pasa, ya no defendemos una causa: defendemos nuestra herida.


La sed de victoria: cuando ganar se vuelve un hábito

La mayoría de las personas no buscan comprender, buscan ganar. No buscan escuchar, buscan demostrar que tienen razón. Y así, cada conversación se convierte en un campo de batalla donde no importa la verdad, sino quién queda de pie.

Esta lógica también habita en los lugares donde supuestamente deberíamos trascenderla. Las religiones, las ideologías, las filosofías espirituales... muchas veces no ofrecen una práctica de libertad, sino un formato de obediencia. No despiertan conciencia, sino pertenencia. No liberan del ego, sino que lo maquillan de pureza, de verdad o de corrección. La estructura que proponen no permite que dudes: te da una razón para discutir, una verdad que defender, una certeza con la que pelear.

Y así, el ego encuentra en lo espiritual o en lo político un nuevo escenario donde seguir haciendo lo mismo: ganar. Ganar discusiones, ganar almas, ganar votos, ganar autoridad. Incluso el que dice haber trascendido el ego lo hace con un tono que te confronta si no pensás como él.

La necesidad de tener razón está tan instalada que se confunde con la dignidad. Defender una postura hasta el final parece carácter, pero muchas veces es solo miedo a soltar. Porque si no tengo razón, ¿quién soy? Si cedo, ¿qué pierdo? Si escucho, ¿qué cambia? El ego no teme perder la razón: teme desaparecer.

El problema no es tener ideas claras, sino no poder soltarlas. No poder dejarlas en pausa. No poder decir: “quizás no lo sé”. Porque eso se vive como derrota. Y en una sociedad entrenada para competir, perder es inadmisible. Se gana en el debate, en la discusión de pareja, en la red social, en la política, en la espiritualidad. Ganar se volvió el nuevo dios. Y el precio es inmenso: dejamos de encontrarnos.


Practicar ser Uno

No se trata de tener razón. No se trata de ganar una discusión. No se trata de convencer al otro, ni de esperar que el otro se transforme según mis ideas, creencias o heridas. La práctica más revolucionaria hoy es callar el impulso de devolver el golpe, bajar la guardia del juicio, renunciar a la necesidad de imponer.

No para replegarse. Sino para habitar una fuerza mayor.

Ser Uno no es un concepto, no una metáfora, no es una ideología, una religión ni un mensaje divino. Es una práctica diaria, silenciosa, que se entrena en cada vínculo, en cada pensamiento que decide no dividir.

Es un acto interno, invisible, donde dejo de operar desde la reacción, y comienzo a actuar desde la presencia.

No hay motivos que justifiquen no hacer lo correcto, ni excusas suficientes para haber hecho lo incorrecto. En el fondo, siempre supimos qué hacer. Tal vez no lo hicimos por miedo, por el “qué dirán”, por vergüenza, por prejuicios o por programas heredados, pero aún así, sabíamos que había otro camino posible desde el primer momento en que la duda nos atravesó. No haberlo tomado fue también una elección.

Ser Uno es un acto profundamente humano y, a la vez, divino. Porque no responde al instinto, ni a la programación social, ni al miedo: responde a un saber más hondo, que está siempre disponible.

Ese saber no necesita pruebas. No necesita validación. Solo requiere ser escuchado.

Se entrena cuando elegís escuchar sin interrumpir, cuando decidís no reaccionar, cuando elegís no dividir con tu mirada. Ser Uno no se grita. No se milita. No se predica.

Se practica.

Y quizás, si alguna vez dudás de qué camino tomar, no hace falta pensar demasiado.

Solo callar. Respirar.

Escuchar ese lugar dentro tuyo que nunca necesitó pruebas para saber lo que es justo.


Y si aún así la duda te domina, recordá:

La decisión correcta no genera sufrimiento. Ni en los otros, ni en vos.

mucho menos en vos.



Fabián Gussoni