Llega un momento en el que empezás a intuir que la libertad no se conquista ni se hereda: se ejerce. No es un derecho otorgado, ni una lucha exterior. Es una decisión íntima, que se afina en cada gesto donde elegís con claridad y no por reacción.
La libertad no se mide por cuántas reglas quebrás ni por cuántos límites rechazás. Se mide por cuánta conciencia ponés en tus actos. Por cuánto sos capaz de detenerte, sentir, discernir y elegir sin que una emoción, un mandato o una ideología decida por vos.
Ser libre no es vivir sin miedo, sino elegir a pesar de él. No porque ya no tiemble en vos, sino porque entendiste que no tiene por qué dirigir tus pasos.
La libertad no es huida. Es la capacidad de entrar en un sistema, habitarlo si lo elegís, y salir de él cuando dejás de elegirlo. Sin quedar atrapado, sin necesitar destruirlo para afirmar quién sos.
En algún punto entendés que la verdadera rebeldía no grita ni se agita. No es impulsiva ni quiere convencer. Es silenciosa, firme y lúcida. Se manifiesta en la coherencia, en la honestidad con la que pensás y actuás, en la renuncia consciente a convertirte en lo que otros esperan de vos.
La verdadera rebeldía es no someterte a tus propias construcciones cuando ya no te representan. Es mirarte con verdad y soltar lo que alguna vez te sirvió pero hoy te limita. Es renunciar a tener razón, cuando tenerla significa perder el encuentro con el otro.
Así, la libertad deja de ser un objetivo. Se vuelve una práctica. No una meta lejana, sino un modo de estar en el mundo, instante por instante. Sin exigencias, sin demostraciones, sin necesidad de aplausos.
Y cuando vivís desde ahí, desde ese centro íntimo que nadie puede gobernar por vos, entendés que la libertad no es una promesa ni un premio. Es un ejercicio silencioso… y eso, aunque parezca poco, lo cambia todo.
La libertad no se mide por cuántas reglas quebrás ni por cuántos límites rechazás. Se mide por cuánta conciencia ponés en tus actos. Por cuánto sos capaz de detenerte, sentir, discernir y elegir sin que una emoción, un mandato o una ideología decida por vos.
Ser libre no es vivir sin miedo, sino elegir a pesar de él. No porque ya no tiemble en vos, sino porque entendiste que no tiene por qué dirigir tus pasos.
La libertad no es huida. Es la capacidad de entrar en un sistema, habitarlo si lo elegís, y salir de él cuando dejás de elegirlo. Sin quedar atrapado, sin necesitar destruirlo para afirmar quién sos.
En algún punto entendés que la verdadera rebeldía no grita ni se agita. No es impulsiva ni quiere convencer. Es silenciosa, firme y lúcida. Se manifiesta en la coherencia, en la honestidad con la que pensás y actuás, en la renuncia consciente a convertirte en lo que otros esperan de vos.
La verdadera rebeldía es no someterte a tus propias construcciones cuando ya no te representan. Es mirarte con verdad y soltar lo que alguna vez te sirvió pero hoy te limita. Es renunciar a tener razón, cuando tenerla significa perder el encuentro con el otro.
Así, la libertad deja de ser un objetivo. Se vuelve una práctica. No una meta lejana, sino un modo de estar en el mundo, instante por instante. Sin exigencias, sin demostraciones, sin necesidad de aplausos.
Y cuando vivís desde ahí, desde ese centro íntimo que nadie puede gobernar por vos, entendés que la libertad no es una promesa ni un premio. Es un ejercicio silencioso… y eso, aunque parezca poco, lo cambia todo.
FABIÁN GUSSONI