La educación, como bien hemos visto, ha ido de un extremo al otro en su búsqueda de un modelo ideal. De la tiranía de la imposición, se pasó a la falsa horizontalidad de la abdicación. Sin embargo, en esta búsqueda, a menudo hemos pasado por alto un problema fundamental que sigue vigente: el juicio. Incluso cuando los padres y educadores intentan conscientemente poner límites pedagógicos, basados en el bienestar del niño, el lenguaje que utilizan a menudo traiciona esa intención.
La intención puede ser amorosa, pero el juicio verbal ("qué feo", "siempre lo mismo") se convierte en un instrumento de control tan tiránico como la imposición física. El límite tiránico, basado en el interés del adulto ("no grites porque me molestás"), es un acto de poder que genera resentimiento. Por el contrario, un límite pedagógico, basado en el bienestar del niño ("no le pegues porque le hacés daño"), se convierte en un acto de amor y guía. Sin embargo, ¿qué sucede cuando lo que acompaña a ese límite es un juicio sobre la persona?
Cada vez que emitimos un juicio ante un error de nuestros pequeños, estamos participando en la construcción de los programas inconscientes que, en el futuro, serán los principales verdugos de sus miedos y frustraciones. Son sentencias y pronósticos que desmotivan, generan temor e impotencia, y los mandan a la peor de las guerras: sin armas, sin aprender a pelear y solos. El juicio, lejos de educar, condena el pasado y, al hacerlo, cierra la puerta a la posibilidad de un futuro mejor.
El Paradigma del Juicio: La Condena del Pasado
Cada vez que un educador emite un juicio ante un error de un niño, no está solo corrigiendo una conducta; está siendo parte activa de la construcción de los programas inconscientes que, en el futuro, serán los verdugos de sus miedos y frustraciones. Frases como "siempre lo mismo" o "sos un inútil" son más que simples palabras: son sentencias que desmotivan, generan temor e impotencia, y cierran el camino hacia el aprendizaje.
El problema radica en que el juicio se enfoca en el pasado, en la falta o en el fracaso. Al hacerlo, el educador está condenando no solo el error, sino, en esencia, a la persona. Si a esto le sumamos la falta de validación de sus emociones y un espacio nulo para alentar, el mensaje que el niño recibe es devastador: "No lo lograste, y ahora estás solo".
La primera postura, la del juicio, te encierra en el pasado. Se queda en el problema y en el reproche, sin abrir la puerta a nuevas ideas o soluciones. La segunda, la de la guía y el espíritu alentador nos pone en el futuro y en la aptitud de poder buscar nuevas opciones. La verdadera educación, por lo tanto, no se trata de corregir errores, sino de crear un entorno donde el error sea visto como una oportunidad de aprendizaje, no como una condena.
La Biología del Aprendizaje: Miedo vs. Crecimiento
La ciencia nos brinda un argumento contundente que respalda la necesidad de abandonar el juicio en la educación. En las extensas investigaciones del biólogo celular Bruce Lipton, en particular su obra "La Biología de las Creencias", nos explica que el ser humano, como cualquier organismo, tiene dos estados fundamentales: la fase de defensa y la fase de crecimiento. El aprendizaje, la nutrición y el desarrollo solo son posibles en la segunda fase. En la fase de defensa, activada por el estrés, el miedo o la ira, el cuerpo desvía su energía hacia la supervivencia, bloqueando el crecimiento y, con él, la capacidad de adquirir conocimientos.
Cuando un educador emite un juicio como "siempre lo mismo" o "qué feo", está, a nivel biológico, activando la fase de defensa en el cerebro del niño. El mensaje que se envía no es de aprendizaje, sino de amenaza. El niño se concentra en protegerse del reproche, la vergüenza o el castigo, y su mente se cierra al nuevo conocimiento. La energía se redirige a reaccionar, no a asimilar.
En cambio, una respuesta de aliento como "hazlo de nuevo" o "confío en ti" crea un entorno seguro que activa la fase de crecimiento. En lugar de condenar el pasado, el educador señala la potencialidad del futuro. Al separar el resultado del sentir, preguntando "¿cómo te sientes?", se está generando un espacio de reconocimiento interno y autocrítico, sin juicios, que es el famoso "aprender de los errores". En esencia, el juicio se enfoca en el pasado para castigar, mientras que la guía se enfoca en el futuro para construir.
Hacia una Educación con Sentido y Dirección
Después de explorar la herencia del juicio y la biología del aprendizaje, la única conclusión posible es que debemos volver a tomar el rumbo. Sin embargo, este no es un llamado a la perfección, sino a la presencia. El desafío es grande, sí, pero el camino para empezar es simple y está al alcance de todos, y comienza con la misma actitud que buscamos fomentar en los niños: alentarnos, validarnos y no juzgarnos en nuestros propios intentos.
La revolución empieza en el acto cotidiano de validar una emoción, de crear una pausa consciente en lugar de una reacción impulsiva. Es en esos segundos de respiración que nos tomamos antes de responder, donde se abre la puerta a la elección consciente. Empieza en el momento en que un padre, al ver a su hijo frustrado, no le dice "ya va a pasar", sino que lo mira a los ojos y le dice "entiendo tu enojo, estoy aquí para acompañarte". Es un acto de fe en el proceso del otro, un recordatorio de que la opción de intentarlo de nuevo siempre estará ahí cuando se sienta preparado.
La verdadera educación es ese acto de presencia y autenticidad. Es el esfuerzo de ser coherente, de alinear lo que decimos con lo que hacemos. Es el compromiso de guiar con respeto, reconociendo que al sanar nuestras propias heridas emocionales, abrimos la puerta para que las nuevas generaciones no tengan que heredar la frustración. Así, la educación dejará de ser una lucha entre la tiranía y la abdicación para convertirse en un puente hacia la libertad emocional, donde el juicio cede su lugar al aprendizaje. Y ese puente, ese camino hacia la libertad, se construye de a un paso por vez, con paciencia y sin condena.