Sin embargo, en las últimas generaciones, este modelo cambió de forma abrupta. Pero, lejos de lograr un equilibrio, el efecto fue un rebote pendular. Pasamos de una era en la que el niño no podía cuestionar al adulto, a una en la que, en muchos casos, los adultos parecen incapaces de guiar a los niños. Quizá la "pedagogía de la tiranía" que la humanidad sufrió durante tanto tiempo generó esa polaridad. Pero la consecuencia es alarmante: las nuevas costumbres, lejos de crear adultos más sanos emocionalmente, parecen estar formando individuos más frágiles ante los desafíos, la frustración y la ansiedad.
En este nuevo panorama, los roles se han desarmado y la educación parece estar a la deriva. Los adultos - padres, madres o docentes -, frustrados e impotentes ante los desafíos de las generaciones más jóvenes, critican a niños y adolescentes, fingiendo demencia ante el resultado de sus propios actos. El educador tiene la responsabilidad de aprender en el acto de educar, y el aprendiz, el derecho a ser guiado para sacar lo mejor de sí. La educación, en su esencia, no puede ser horizontal. El niño es un ser semejante al educador, y por eso mismo necesita el orden, el límite y la guía para adquirir las herramientas que le permitan ser más resolutivo y autónomo en el futuro. Dejarlo a la deriva no es un acto de respeto, sino de abdicación.
Los Factores de la Abdicación del Adulto
Si la educación ha pasado de la tiranía a la abdicación, es crucial entender qué factores llevaron a los adultos a soltar el volante. Más allá de la hiperconectividad, la vida moderna occidental plantea un ritmo insostenible. Vivimos inmersos en rutinas estresantes, con un exceso de compromisos y actividades que nos dejan mental y físicamente agotados. Este estado de fatiga constante reduce nuestra capacidad de atención y nuestra paciencia, dos pilares fundamentales para educar.
A esto se le suma el peso de una sociedad de consumo que nos acostumbró a la gratificación instantánea. La paciencia se ha vuelto una moneda devaluada. Cumplir con ciertos estándares de posesión de bienes y con una vida que parece perfecta en las redes nos genera una presión constante. Esta búsqueda incansable de la felicidad efímera nos deja emocionalmente vacíos y con una baja tolerancia a la frustración. Es difícil enseñar a un niño a lidiar con la frustración cuando el adulto que lo guía no soporta la propia.
Además, la desnaturalización de nuestra alimentación es un factor que no podemos ignorar. El consumo de alimentos ultraprocesados, el exceso de azúcar y grasas, y la falta de sueño generan un déficit de energía que afecta directamente nuestras capacidades cognitivas y emocionales. Si a esto le sumamos el hábito de consumir noticias constantemente, nuestra mente vive en un estado de alerta que nos vuelve ineficaces a la hora de guiar. Los niveles de atención de los adultos son, en muchos casos, totalmente ineficaces.
Este combo de factores crea un círculo vicioso: la incoherencia y el déficit de atención del adulto se vuelven la norma, y esto se transfiere al acto de educar. En este contexto, cabe preguntarse si esta realidad que nos mantiene alertas y agotados es coyuntural. ¿O vivimos una realidad planificada para el provecho de ciertos intereses que se ven beneficiados por una sociedad deprimida y agotada, que se queja pero solo reacciona a los estímulos propios del sistema que vuelven a atraparlos en el círculo vicioso?
El Rol del Educador: Entre la Jerarquía y la Horizontalidad
El péndulo de la educación, que osciló de la tiranía a la abdicación, ha dejado en el centro del debate una pregunta fundamental: ¿cómo debe ser la relación entre el educador y el aprendiz? El discurso moderno, en su reacción contra la autoridad, ha propuesto una horizontalidad que, en la práctica, es una falacia. Sencillamente, la educación no puede ser un simple "tú a tú" entre semejantes en el sentido de que los roles se diluyan.
La figura del educador no es la de un superior, sino la de un semejante que ya ha recorrido un camino. Guiar no implica ser mejor que el otro, pero sí ser diferente. Esa diferencia es una cuestión de madurez, experiencia y capacidad de discernir. El educador tiene la responsabilidad ética de guiar porque posee un grado de conocimiento que el niño, por su falta de experiencia, aún no ha adquirido. Esta guía no es un acto de poder, sino un acto de responsabilidad del adulto hacia el niño.
El educador es como un faro . No dicta el rumbo del barco, pero sí ilumina los escollos del camino y le da al navegante las coordenadas para que pueda trazar su propia ruta. Su función es ser un facilitador que provee herramientas, no que impone su visión. Es un guía que respeta el camino de aprendizaje del otro, pero que también reconoce que ese camino necesita una estructura, un orden y unos límites para ser transitado de forma segura. La horizontalidad absoluta, al ignorar esta diferencia fundamental, no libera al niño, sino que lo deja a la deriva en un mar de opciones sin brújula ni dirección.
El Límite como Acto Pedagógico
El desafío para el educador consciente es establecer límites que no repliquen la tiranía del pasado ni caigan en la abdicación del presente. La clave para lograrlo reside en la intención detrás del límite. Si el límite se impone para la comodidad o el beneficio del adulto, es un acto de tiranía. Por ejemplo, "no grites porque me molesta" prioriza el bienestar del adulto sobre la necesidad de expresión del niño. Este tipo de imposición arbitraria genera resentimiento y no educa.
Sin embargo, si el límite se establece para el bienestar del niño, se convierte en un genuino acto pedagógico. Cuando se dice, "no le pegues a tu hermano porque le haces daño", se le enseña al niño no solo la regla, sino también la razón detrás de ella. Se le está mostrando la consecuencia de sus acciones y se lo está guiando hacia la empatía y el respeto por el otro. El niño no ve una imposición arbitraria, sino una guía que lo protege y lo ayuda a convivir con los demás. La coherencia, en este sentido, es la brújula. Si el adulto es incoherente al establecer límites, estos pierden su valor pedagógico y se perciben, de nuevo, como actos de poder. Mucho más en estas nuevas generaciones, que tienen incorporado en su esencia el programa de rechazar y oponerse de forma natural e inconsciente a cualquier intento de imposición.
Aceptar que el niño necesita límites es reconocer que su camino de aprendizaje, si bien le pertenece, no puede ser recorrido Tienes razón. El término "inconsciente" es mucho más preciso y profundo, y cambia por completo la intención de la frase.
Hacia una Educación con Sentido y Dirección
Después de explorar la herencia de la frustración, el rol abdicado del adulto y el valor pedagógico de los límites, la única conclusión posible es que debemos volver a tomar el rumbo. La responsabilidad de esta tarea recae sobre los hombros del educador, que no solo debe enseñar, sino que debe guiar con coherencia. La educación con sentido no es aquella que deja al niño a la deriva en nombre de una falsa libertad, sino la que le da los cimientos para que pueda construir la suya propia.
La estructura, el orden y los límites no coartan la libertad del niño, sino que son la base sobre la cual su autonomía puede florecer. Al recibir una guía, el niño adquiere las herramientas necesarias para la vida: el lenguaje, la gestión emocional, los conocimientos básicos de las ciencias y el arte. Estas no deben ser transmitidas únicamente como conceptos, sino como capacidades que le permitirán ser más resolutivo a la hora de tomar sus propias decisiones a medida que madura.
Al final del día, la educación es un acto de amor y respeto, un compromiso del educador para guiar a un ser semejante hacia su potencial. No se trata de imponer un camino, sino de iluminar los posibles senderos. Y, lo más importante, es un acto de coherencia. La única forma de romper con la fragilidad emocional que aqueja a nuestra sociedad es que el adulto se responsabilice de su propio camino y lo transmita a través de sus actos de educar. Al hacerlo, le regalamos a la siguiente generación no solo conocimientos, sino la verdadera libertad de ser y hacer en un mundo complejo.
El desafío es grande, sí, pero el camino para empezar es simple y está al alcance de todos. No es necesario esperar a un cambio de sistema para actuar. La revolución comienza en el acto cotidiano de validar una emoción, de crear una pausa consciente en vez de una reacción impulsiva. Empieza en el momento en que un padre, al ver a su hijo frustrado, no le dice "ya va a pasar", sino que lo mira a los ojos y le dice "entiendo tu enojo, estoy acá para acompañarte".
La verdadera educación es ese acto de presencia y autenticidad. Es el esfuerzo de ser coherente, de alinear lo que decimos con lo que hacemos. Es el compromiso de guiar con respeto, reconociendo que al sanar nuestras propias heridas emocionales, abrimos la puerta para que las nuevas generaciones no tengan que heredar la frustración. Así, la educación dejará de ser una lucha entre la tiranía y la abdicación para convertirse en un puente hacia la libertad emocional.